Gesta olvidada De cómo Blas de Lezo resistió y acabó con los ingleses en el Nuevo Mundo

La guerra de la oreja de Jenkins

  • El autor recuerda en este artículo la derrota que los marinos españoles infligieron a la flota de Lord Vernon en el Caribe en el siglo XVIII, cuando Inglaterra atacó con una flota superior a la Armada Invencible

Tengo que reconocer, sin ningún rubor, que la primera vez que oí mencionar la Guerra de la Oreja de Jenkins quedé sorprendido. No sólo por lo extraño del nombre, sino porque no acertaba a explicarme cómo era posible que una guerra entre España e Inglaterra fuese tan desconocida. Pregunté a diferentes personas por aquel episodio, y todas manifestaron no haber oído jamás hablar de semejante conflicto bélico.

Si España ha tenido un enemigo perpetuo, ése ha sido la pérfida Albión: Inglaterra. El país que nombraba lores a los piratas que más barcos españoles apresaban. Con esa actividad, Inglaterra no paraba de distorsionar nuestro tráfico de mercancías, a la vez que se enriquecía de forma gratuita. En esa ocupación, es decir, dedicado al corso y al contrabando, se encontraba Robert Jenkins en el año 1731, navegando por aguas del Caribe a bordo de su velero Rebbeca, a la caza y captura de los galeones españoles que volvían de las Indias cargados de especias, tabaco, maíz, cacao, plata, oro y cuantas otras maravillas se encontraban generosamente en el nuevo continente.

A pesar de las concesiones para negociar con esclavos que Gran Bretaña había conseguido tras la Paz de Utrech, los piratas británicos continuaban asediando nuestros galeones, llegándose a una situación caótica, hasta el extremo de que barcos, financiados por los propios Cargadores a Indias, realizaban tareas de guardacostas para ahuyentar a los piratas británicos.

Uno de estos guardacostas era capitaneado por un marino llamado Julio León Fandiño, hombre bravo y aguerrido, curtido en muchas batallas, el cual, ese año de 1731 persiguió y capturó, frente a las costas de Florida al Rebecca y a su capitán Robert Jenkins.

Fandiño pretendió dar un escarmiento al inglés y para eso lo ató al mástil de su propio barco y de un certero tajo con su espada le cortó una oreja. Luego se impuso la gallardía y la benevolencia española y en vez de rematarlo, como sin duda él hubiera hecho, lo dejó marchar después de desarmar y saquear su barco.

Siete años después de este incidente, Jenkins se presentó ante la Cámara de los Comunes y exhibiendo en un cofre los restos de lo que decía fue su oreja, relató la aventura seguramente aderezada a su conveniencia. Contó Jenkins que el español, después de cortarle la oreja, había dicho: "Ve y dile a tu rey que lo mismo le hago si a lo mismo se atreve". La oposición forzó al gobierno a pedir una indemnización de 95.000 libras, a lo que España se negó y acabó por declararnos la guerra. Así empezó lo que, más tarde, los tiempos y el orgullo británico, se empeñaron en ocultar, pero que por su trascendencia merece ser conocido.

La Guerra de la Oreja de Jenkins se desarrolla en tierras del Nuevo Mundo y por eso quizás en España pasó desapercibida, pero fue una guerra en toda regla y con todos sus ingredientes.

Que en aquel momento Gran Bretaña era una potencia naval, nadie lo pone en duda. Que España se desmoronaba es también incuestionable, pero que los españoles estamos hecho de otra "pasta" es algo que también se da por sentado, y aquí, en esta historia, apareció un personaje singular, también bastante olvidado, que hizo vivir a España días de inmensa gloria. Este personaje no es otro que Blas de Lezo y Olavarrieta, pero de él hablaremos más tarde.

Gran Bretaña puso a disposición de Lord Edward Vernon la mayor flota que conoció la historia hasta que se produjo el desembarco aliado de Normandía. Superior en sesenta navíos a la Armada Invencible.

Lord Vernon, con seis buques de guerra, atacó Portobelo, en la actual Panamá, consiguiendo una fulgurante victoria que le envalentonó hasta el extremo de decidirse a atacar Cartagena de Indias, en la costa atlántica de Colombia y en lo que se llama Caribe Colombiano. Con una flota compuesta por 186 barcos entre navíos, fragatas y transportes, armados con más de dos mil cañones y una tripulación de veinticuatro mil hombres integrados por marinos, soldados, esclavos negros, macheteros de Jamaica y cuatro mil virginianos al mando de Lawrence Washington, a la sazón medio hermano del conocidísimo George, artífice de la independencia americana, Vernon se presentó ante Cartagena la mañana del 13 de marzo de 1741.

Para hacer frente a tan poderoso enemigo, Cartagena oponía poco, muy poco: sus bien armadas murallas y una dotación de unos tres mil hombres entre tropa regular y milicianos reclutados a prisa, así como seiscientos indios, traídos de la selva y expertos en el tiro con arco. En su puerto, desde el que se embarcaba la mayor parte del tráfico con España, seis navíos eran toda la fuerza naval para enfrentarse a la espléndida y numerosa flota británica.

Pero no contaron los orgullosos "albiones" con una circunstancia excepcional, y que no es otra que la entereza y el recio carácter de los mandos españoles y de los defensores de la ciudad, la cual estaba gobernada por el virrey Sebastián Eslava y defendida militarmente por el hombre excepcional del que ya hemos hablado. Blas de Lezo, General de Armada, era conocido por el apodo de Mediohombre y Patapalo, ya que era tuerto, le faltaba una pierna y el brazo derecho, todo ello a consecuencia de las numerosas heridas sufridas en los veintidós combates en los que había participado. Con él, otros dos hombres excepcionales: Melchor Navarrete y Carlos Des Naux.

Tras las primeras escaramuzas británicas empezó el asedio al castillo de San Luis de Bocachica, que la flota invasora comenzó a cañonear de forma simultánea por los diferentes buques a razón de sesenta y dos cañonazos a la hora, de forma ininterrumpida, día y noche.

Aunque Lezo envió sus navíos a rescatar a los quinientos defensores del castillo, pronto se vio que era imposible proporcionarles ayuda, por lo que se decidió concentrar todas las fuerzas en la Fortaleza de San Felipe de Barajas, bastión amurallado de la ciudad.

La tradicional flema británica no funcionó y Vernon, engreído por sus efímeras victorias, se anticipó a los acontecimientos y mandó un correo a Jamaica en el que comunicaba que había tomado la ciudad. El correo fue reexpedido al Reino Unido y a su llegada produjo tal alboroto que hasta se troquelaron monedas conmemorativas del triunfo.

Mientras, en el Caribe Colombiano, los españoles resistían heroicamente al cerco que por mar y tierra estrechaban los británicos. La noche del 19 de abril de 1741, cuando sobre San Felipe hubieron caído toneladas de bombas, tres columnas de granaderos iniciaron el asalto a la fortaleza, con tan mala fortuna para los invasores que las escalas que tan a conciencia habían preparado, por un error en la información que manejaron, se quedaron cortas y los invasores no pudieron salvar los fosos, ni retroceder, ante el impedimento de sus propias fuerzas terrestres que lo obstaculizaban, quedando bajo las murallas a merced de los españoles que abrieron fuego produciendo una verdadera masacre en el enemigo. Envalentonados por el giro de los acontecimientos, los defensores de la fortaleza, con Lezo al frente, calaron bayonetas y persiguieron al enemigo que hubo de abandonar todo y correr a refugiarse en los barcos, desde donde continuaron asediando la ciudad. Pero escasos de alimentos, maltrechos por las muchas heridas sufridas y pasto de las enfermedades que se desataron a bordo, se fueron diezmando y hubieron incluso de hundir barcos por falta de tripulación. Así fueron las cosas hasta que el 9 de mayo, veinte días después del intento de asalto, y casi a los dos meses de asedio, Vernon decidió levantar el cerco y marcharse rumbo a Jamaica, dejando un reguero de más de seis mil cadáveres, muertos a manos de los españoles, más los que se cobraran la hambruna y las enfermedades a bordo de los barcos.

No satisfecho del resultado, el primero de julio de ese mismo año, los restos de la escuadra de Vernon, con su almirante al frente, zarpó de Jamaica con destino a Cuba. Un poco a la desesperada, atacó Santiago pero fue repelido por la fuerte guarnición, intentándolo después con Guantánamo, en donde consiguió desembarcar y apoderarse de la ciudad. Pero nuevamente las enfermedades hicieron presa entre los británico y en noviembre de ese mismo año tuvieron que abandonar su empresa. Aunque continuaron asediando las plazas españolas, lo cierto es que no pusieron demasiado afán en su labor y, poco a poco, se fueron disgregando, dedicándose, unos, al corso, su actividad preferida, otros, a descansar en Jamaica y algunos a vigilar las flotas españolas.

En definitiva, los británicos se llevaron un buen varapalo y perdieron casi por completo una flota poderosísima, además de muchas vidas y gran parte de su prestigio naval y guerrero. Cuando su dignísima majestad británica, Jorge II, se enteró del descalabro y de la farsa montada por Vernon, prohibió terminantemente que se hablara o escribiera sobre el episodio.

Pero… ¿qué hicieron en la corte española? Nada, no hicieron nada, ni tan siquiera tomaron represalias y por no hacer, hicieron como los británicos: no hablar del tema.

Por eso la Guerra de la Oreja de Jenkins es tan desconocida para el mundo entero.

Todas las guerras son odiosas, pero han curtido a los pueblos, han forjado su espíritu de unidad, su idea de patria común. Sirven a la efemérides; en este caso, además, garantizó por otros sesenta años el poderío español en el Nuevo Mundo.

¡Ojalá que empiece a ser recordada!

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