Europa abrió la puerta al desarrollo de un sistema de bienestar en Andalucía muy superior al que podía permitirse con sus propios recursos. Comenzaba 1986 y la reindustrialización y la reconversión industrial de la época recordaban que todavía quedaban rescoldos de la crisis de los 70, mientras que la recién estrenada autonomía andaluza se esforzaba en industrializar su economía y reducir diferencias en desarrollo con España. El copioso flujo de ayudas financieras permitió a ambas converger con Europa, pero apenas sirvió para reducir la distancia entre ellas en capacidad productiva y empleo. El PIB por habitante andaluz ha permanecido todo el tiempo en torno a los 25 puntos por debajo del español y la tasa de paro entre los 5 y 10 puntos por encima, según la coyuntura, pero el principal obstáculo a la convergencia ha sido y sigue siendo la productividad. En 1995, tras la crisis de los 90, la distancia era 6,3 puntos; 14,8 en 2007, al final del boom inmobiliario; y 16 puntos antes de la pandemia, que es la diferencia actual.

Dos temores flotaban en el ambiente en el momento de la adhesión. El primero era el miedo a las fusiones empresariales posteriores a la creación del mercado interior. El papel de absorbente o absorbido lo determinaría la productividad y tanto España como Andalucía eran claros candidatos a protagonizar el segundo. El fuerte impulso a la política regional en el Plan Delors perseguía restituir el tejido productivo destruido por las fusiones, facilitar la reinserción laboral de los parados y, sobre todo, reducir la brecha de productividad como condición para sobrevivir en el entorno de competencia sin restricciones que se perfilaba.

El segundo temor provenía del norte del continente, cuyo estado de bienestar podría verse amenazado por la posible ola de emigrantes desde los nuevos socios, Grecia, Portugal y España. Para prevenirlo se permitió que, junto al objetivo de convergencia en productividad, los fondos europeos pudiesen financiar el establecimiento de un potente sistema de bienestar.

El resultado de la experiencia tiene diferentes tonalidades en Andalucía. La regeneración de tejido productivo ha sido claramente insuficiente y los recursos destinados a la reinserción laboral de los parados se administraron de forma ineficiente y salpicados de casos de corrupción, mientras que la concentración de la inversión pública en infraestructuras de comunicaciones, en lugar de en innovación y cambio tecnológico, limitaron considerablemente su impacto sobre la productividad.

El sistema de bienestar promovido en Andalucía con la ayuda de Europa se tradujo en un denso tejido de instituciones donde además de universidades centros educativos y de salud, proliferaron empresas y organismos púbicos e instituciones de la sociedad civil. Consiguieron fijar la población en el territorio e incluso invertir el saldo migratorio, pero fracasaron en el objetivo de ampliar la base productiva y reducir el paro, el único camino hacia un sistema de bienestar independiente de subsidios y transferencias de rentas, diferente al que vimos tambalearse tras la crisis de 2008. Un asunto a tener en cuenta de cara a las próximas elecciones europeas.

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