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gastronomía sierra de cádiz

Bendita huerta

La cocina de los Pueblos Blancos ha sabido aunar progreso y tradición, por eso conserva intacta la memoria de su paladar

LA huerta de la Sierra de Cádiz naufraga en sus sopas y zopas, en sus alboronías, en sus ollas, berzas, refritos, pistos, potajes y ensaladas. Comidas de ayer que prevalecen con gran arraigo en la cocina serrana actual y cuyos ingredientes, mal que les pese a la Turmix y a la Thermomix, aún se siguen majando en dornillos y morteros. Cierto es que, aunque ya no se cocina en la sufrida candela llamas, la gastronomía de los Pueblos Blancos ha sabido aunar progreso y tradición y es por eso que conserva intacta la memoria de su paladar.

Tesoros de huerta que flotan en nuestro recuerdo, en los tropezones de papas aliñás de los salmorejos antiguos, en el gazpacho caliente que a golpe de tenedor ahuyenta las tiriteras del invierno y en el gazpacho veraniego -que en Benaocaz dan en llamar vinagre y en Algar sopa fresca- y que, como un refrescante elixir, aplaca la calima estival de las gentes del campo, renovándoles el ánimo y las fuerzas para continuar con el duro trabajo.

Si bien las huertas antiguas nacieron para el sustento de la casa -ya que eran trabajadas por pequeños propietarios y arrendatarios que complementaban los ingresos que le proporcionaba la tierra con otros trabajos estacionales- cierto es que donde más proliferaron en extensión y variedades de cultivo fueron en aquellas zonas de la sierra donde el río Guadalete y sus afluentes fueron generosos y los arroyos y fuentes naturales proporcionaban el agua necesaria para el riego.

Baste mencionar las prolijas huertas de Bornos, Arcos de la Frontera, Puerto Serrano, Villamartín, Espera, Algodonales, Prado del Rey, Benamahoma, Setenil, Torre Alháquime o El Bosque. En el caso concreto de Grazalema, y a pesar de que el municipio alcanza el índice de pluviosidad más alto de la Península, prevalecen la actividad ganadera, la cinegética y la forestal sobre la agrícola, destacándose en este caso las huertas de la ribera Gaidóvar.

En municipios donde el agua de riego era escasa y/o la orografía condicionaba la agricultura -tales como Algar, Benaocaz, Villaluenga del Rosario o Ubrique- esta carencia se traducía en pequeños huertos familiares para autoconsumo que se abastecían de albercas y pozos de la zona y su cocina se enriquecía con los exquisitos derivados de su estimada ganadería porcina, caprina, bovina y vacuna.

"Aquí había el huerto familiar pequeñito porque escaseaba el agua. Se sembraba en cualquier llanito que hubiera y con una zoletita lo iban cavando y lo iban sembrando…", dice Cristóbal Moscoso Pérez, de Villaluenga del Rosario.

Sea como fuere y más allá de las diferencias geológicas, topográficas, climáticas y orográficas de esta comarca -donde campiña y sierra van de la mano en una fluida transición de continuidad paisajística- en las huertas y huertos serranos se gestaron los ingredientes capitales que caracterizan la rica gastronomía de los Pueblos Blancos. Huertas generosas en frutas, verduras y hortalizas de temporada que colman las despensas.

Como se puede comprobar, la gastronomía antigua estaba estrechamente ligada al ciclo de las estaciones. "Las personas estaban muy acostumbradas a saber qué se producía y cuándo, porque eso determinaba lo que se iba a comer". Por añadidura, esto implicaba que los sabores de la huerta estuviesen muy concentrados: se amplificaban en los sentidos porque la recolección de frutas y hortalizas era para el consumo del día y, por tanto, se comía Fresco.

"Mi madre siempre ha tenido muy claro que la comida era de temporada. Había dos niveles muy diferentes de cómo comer en primavera-verano y en otoño-invierno. Antiguamente, en estos pequeños huertos familiares podía encontrarse mucha variedad de productos del tiempo para no limitar el paladar porque el fin era el autoconsumo. Sólo en el caso de que se dieran excedentes, el sobrante se vendía o se trocaba por otros productos de primera necesidad", asegura Enrique Pérez. SCA La Verde, en Villamartín.

En la actualidad, este comer fresco es el talón de Aquiles de las grandes distribuidoras ya que su línea de comercialización les impide poner en nuestras cestas productos frescos. En contrapartida, para las empresas que se dedican a la agricultura ecológica, este Vender Fresco limita su radio de acción pues lo fresco implica estar ligado a un mercado y a un consumidor de cercanía.

Todo un reto para los horticultores que apuestan por la agricultura ecológica, iniciativa que muchos catalogan como hazaña romántica pues sobre ella pende la espada de Damocles de la economía globalizada y de los grandes monopolios: competencia ésta que va acaparando a pasos agigantados el mercado local propiciando la desaparición del pequeño comercio. A pesar de estas trabas, es preciso resaltar que, en la Sierra de Cádiz, cada vez son más las iniciativas que apuestan por la Agroecología como forma de desarrollo rural sostenible pues, entre sus prioridades se encuentran la recuperación de la fertilidad de los suelos, el fomento del policultivo y el mantenimiento de las variedades y razas agrarias y ganaderas locales como patrimonio colectivo. Agroecología frente a la agricultura y la ganadería intensiva que sólo buscan rentabilidad y eficacia a corto plazo.

Diversas cooperativas y explotaciones agrícolas con denominación ecológica están realizando en la Sierra de Cádiz un trabajo ingente para recuperar el esquema y la filosofía de entender la huerta antigua y recuperar su biodiversidad tras el fuerte proceso de erosión genética al que se ha visto sometida tras la sustitución de variedades locales por otras mejoradas.

Variedades tradicionales como los tomates de cuelga, la lechuga oreja de mulo, el tomate Corazón de toro, el tomate rosa, el melón de olor, el melón verrugoso, la sandía negra, la sandía larga o la sandía blanca, que estos horticultores se afanan en preservar y multiplicar. Esta misión de salvaguardia es vital para mantener la excelencia de los productos agrícolas y ganaderos de la comarca, garantizándose así la calidad de lo antiguo y, por ende, las señas de identidad de la cocina tradicional serrana.

Además de la cultura del reciclaje y del saber aprovecharlo , quizás la labor más importante que realizaron los campesinos de antes fue la de garantizar la supervivencia de las variedades locales al arrastrar con ellos sus propias semillas. Las semillas concebidas como fuente de vida, de continuidad y de identidad local.

"Las semillas la teníamos de un año para otro. Dejábamos plantas sólo para semillas, por ejemplo de los rábanos, de los tomates de los mejores, se guardaba la semilla del maíz", asegura Dolores Sánchez Pérez, de Torre Alháquime.

En la huerta tradicional esta labor de preservación se atribuye mayoritariamente a la mujer pues en los numerosos testimonios recogidos solían ser ellas las encargadas de extraer las semillas, secarlas, limpiarlas y conservarlas para el año siguiente.

"Mi padre siempre nos decía: guardá las pipa del melón pa sembrarla otra ve. Y nosotras las cogíamos y las secábamos al sol y las guardábamos en papel de estraza", asegura María Benítez Luna, de Algodonales.

"Antiguamente no había tanto cristal y las semillas se conservaban en calabacillas y calabacines secos. Se secaban y se vaciaban se le abría un agujerito. Se le ponía una cuerdecita y se le hacía una tapadera, que se hacía con el mismo calabacín o con corcho, y ahí guardabas las semillas", rememora Pepe Aguilera, de Villamartín.

Esta sabiduría innata, el sentido común y el respeto a la naturaleza es lo que venimos llamando Ecología aún cuando la historia deja patente que, este término relativamente moderno, no es nada nuevo bajo el sol para los hortelanos antiguos; herederos de la riqueza que dejaron en la sierra gaditana íberos, fenicios, tartesios, cartagineses, griegos, romanos, visigodos, bizantinos, musulmanes, judíos y cristianos. Esta diversidad cultural, además de dejar su impronta en costumbres y ritos, en la forma de vivir, de sentir y de comer, contribuyó a enriquecer su biodiversidad. Actualmente son las iniciativas agroecológicas las que recogen el testigo de salvaguardar la integridad de este patrimonio colectivo y de transmitir a las generaciones venideras los valores que, hoy por hoy, siguen poniendo el signo de distinción en los fogones de los Pueblos Blancos.

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