Leer en el Diario el hallazgo de los restos de don Cayetano Roldán, fusilado por los militares rebeldes en 1936, y enterrado junto a otros asesinados en una fosa común del cementerio de la ciudad, me puso inmediatamente un mal cuerpo importante. He pensado en don Cayetano Roldán mucho toda mi vida. La noticia de su muerte siempre estaba acompañada de dos informaciones adicionales. Que era un buen médico, un médico de los pobres. Y que fue alcalde republicano de San Fernando. En voz baja se decía en la Isla, cuando era niño, que la señora que iba por la calle, era la hija de don Cayetano. Cuando la gente empezaba a hablar, vencía el miedo de muchos años, se contaba también de un añadido a la noticia terrible del fusilamiento de don Cayetano, el asesinato de sus tres hijos, que fusilaron antes que a su padre, al que informaron de la noticia para su mayor dolor, como un castigo añadido al mayor de todos, la noticia del asesinato de sus tres hijos varones, “el menor de los cuales tenía sólo 16 años”. Sí, un mal cuerpo, como de ponerse enfermo. Probablemente eso ocurrió, me puse enfermo. Desgana, cansancio, molestias difusas, tristeza. Ni siquiera la alegría del hallazgo, tras un largo y penoso trabajo de AMEDE, quitó de mi cuerpo esa tristeza, ese malestar. Hace 87 años España fue un cementerio abierto. Los españoles se fusilaban, se asesinaban unos a otros en todas partes. Y como suele ocurrir, el que mata más gana las guerras. No insistiré en lo que con verdad se ha dicho siempre en la ciudad, un tiempo en voz baja, con recelo y temor, y en los últimos años abiertamente, especialmente con la edición del libro de Pepe Casado Montado Trigo tronzado y, sobre todo, las publicaciones realizadas por Miguel Ángel López Moreno, minuciosas, con rigor y respeto por los hechos de los que emana una crítica demoledora y completamente lógica de esos años de plomo de nuestra pasada historia. Aquella ciudad en la que fusilaron a don Cayetano Roldán, a sus tres hijos varones y a decenas de republicanos, socialistas, comunistas, liberales, masones, etc. era también nuestra ciudad de bellos atardeceres sobre el mar y las huertas, de gentes pacíficas y amables. El odio creció hasta ese extremo, no fue ajena a lo que ocurría en toda España. Puede que sea parte de mi tristeza, que ningún pueblo es ajeno a esta corrosión del alma. Con estos resultados, que decenas de años después los arqueólogos exhumen sus restos de un rincón de un cementerio o no los encuentren jamás. Paz, piedad y perdón clamaba el presidente de la II República don Manuel Azaña. Y reparación, han añadido los españoles de ahora. Imagino que, si la familia de don Cayetano lo permite, la alcaldesa destine un lugar eminente del Cementerio para la inhumación de sus restos. Que Dios nos perdone a todos, herederos de los asesinos y de los asesinados, y nos dé una ciudad de paz perpetua para nuestra descendencia.

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