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CRÓNICAS CERVANTINAS (5)

Más allá del desconsuelo: un héroe del idealismo otoñal

  • El director de la Fundación Juan March, Javier Gomá, reformuló en Cádiz la ejemplaridad de Cervantes para el siglo XXI

L filósofo Javier Gomá, director de la Fundación Juan March, fue el encargado de rendir homenaje a Miguel de Cervantes en la Casa Pemán, sede de la Fundación Cajasol. Un un homenaje en toda regla que reailzó a través de la conferencia Cervantes: la imagen de su vida.

El punto de arranque fue una pregunta que enlaza con la preocupación esencial de la filosofía de Javier Gomá: ¿qué es la vida de un hombre? Su respuesta: la lenta gestación de un ejemplo póstumo, es decir, de un sistema limitado y coherente de elementos que merecen perdurar en la memoria de la colectividad.

Para indagar en lo que sería la imagen de su vida, Gomá se ciñó a tres puntos: 1) La imagen de Cervantes a través de don Quijote, puesto que nuestra idea del autor es indisociable de su criatura; 2) La imagen que de sí mismo construye Cervantes en los prólogos a sus obras; y 3) La cuestión de si esa imagen puede servirnos de ejemplo hoy, en el siglo XXI.

Para abordar lo que significa El Quijote, Gomá se situó en la perspectiva de Unamuno: El Quijote es un ejemplo perfecto de lo que hasta hace poco ha sido el paradigma del pensamiento español: no un pensamiento propiamente científico, conceptual, abstracto y sistemático, al estilo anglosajón, sino un pensamiento de tipo mítico y narrativo que se asienta en la razón vital, en la singularidad de la experiencia del individuo histórico, en lo que María Zambrano denominaría la "razón poética".

El Quijote son dos novelas distintas que se suceden. En la primera entrega, la de 1605, el hidalgo alucinado es un personaje ambiguo, admirable por su idealismo y ridículo en su comportamiento. Su comicidad procede de la discordancia entre lo que él ve y la realidad en que viven los demás. Ahora bien, en la segunda entrega, la de 1615, don Quijote ya no es un alucinado: ahora él ve lo mismo que los demás; ya no se engaña, sino que son otros los que se empeñan en engañarle. Con todo, aunque ve las cosas como son, don Quijote persevera en su idealismo otoñal. No es el idealismo de la juventud ignorante y soñadora, sino el de un hombre que, al filo de los 50 años, ha podido conocer por experiencia la categoría de lo inconsolable: "la pérdida sentida como el mal absoluto y sin reparación posible", "la forma de un infortunio cruel y salvaje, innecesario y absurdo", ante el que no hay "nada que decir, nada que hacer, salvo abismarse en la inexplicable injusticia del mundo".

A muchos, a la mayoría, les sobreviene entonces el cansancio de la vida, que puede transformarse en cínico escepticismo. Pero don Quijote, en vez de entregarse a la lucidez hiperrealista, "renueva su deseo de vivir y confirma con entusiasmo el postulado de un idealismo de lo bueno, bello y justo posible en este mundo". Es el suyo, como bien vio Luis Rosales, un heroísmo cuyo secreto reside en que propone "el descubrimiento del valor de la vida y la renovación de la esperanza original".

Es este el idealismo el que corresponde a la época moderna: un idealismo que resiste la prueba de fuego del humor, la ironía y la parodia. El secreto de Cervantes estriba en haber puesto el humor del loco al servicio de virtudes e ideales superiores a los del lector común. En suma, la receta es una mezcla de idealismo, gracia y cortesía compatible con el humor. De este modo, en vez de ser un alegato a favor del cinismo, la novela de Cervantes constituye una afirmación gozosa del mundo y de los hombres.

Resulta interesante comprobar que, al igual que don Quijote emprende su gran aventura vital pasados los 50 años, a la misma edad Miguel de Cervantes afronta con infinita ambición su más grande aventura literaria, y en diez años escribe todo lo que hoy le convierte en el genio que es. Como don Quijote, don Miguel sirve a un ideal que es capaz de agitar las fuentes de su entusiasmo (considere el lector que los 50 años de 1605 vienen a equivaler a los 70 en 2016.)

Las tres virtudes de don Quijote (idealismo, chiste y cortesía) se reflejan también en los prólogos que puso Cervantes a sus obras, donde, de manera igualmente ambigua, combina el autoensalzamiento de sus propias virtudes (sobre todo, el don de la invención, el sutil ingenio), con la autoironía de quien se sabe más versado en desdichas que en versos. Y es entonces cuando se inventa, en estos mismos prólogos, pequeñas escenas de autorreparación, como esa escena genial que ofrece en el prólogo de su última novela, el Persiles (publicada ya póstumamente en 1617): la escena en que, yendo camino de Toledo, un estudiante, al reconocerlo, se baja de su caballo, le toma de la mano enferma y exclama: "-Sí, sí; éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente, el regocijo de las musas!", de lo que don Miguel se defiende con un exabrupto amable para terminar despidiéndose no ya del estudiante sino del lector en palabras inolvidables: "¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!".

En una sociedad como la nuestra, post utópica, post nihilista, Cervantes se nos ofrece como modelo perfecto de discreción y comedimiento, o, lo que es lo mismo, de "civilización", entendiendo que la causa civilizada se formula hoy como la necesidad de seguir siendo libres pero estando juntos, lo que significa, a nivel individual, escoger la manera de autolimitar nuestra propia libertad con reglas que nos permitan hacerla compatible con el respeto a y el beneficio de la comunidad.

La bellísima conferencia de Javier Gomá, tras las cristaleras que traían toda la luz de la tarde derramándose en San Antonio, estuvo ilustrada por dos retratos cervantinos de José Alberto López: el de la pastora Marcela, la mujer que defiende que libre nació y para poder vivir libre escogió la soledad de los campos; y el del morisco Ricote, el hombre que en el exilio descubre que es dulce el amor de la patria.

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