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Pinceladas del hombre que siempre supo poner una sonrisa

Creo recordar que fue en la Bienal de Sevilla del 2004, en una noche gaditana celebrada a la medianoche en el escenario del Hotel Triana, cuando Gineto, tras marcarse una pataíta llena de arte, decidió dar un paso adelante, descolgó el micro de su pie y enunció una suerte de autopresentación y proclama del arte de Cádiz, a mitad de camino entre el rap y la parodia. El artista estaba contento, se desmelenó para asombro de una concurrencia que, sin entender muy bien lo que la megafonía transmitía, despobló la barra y se puso a atender el derroche de arte que aquel gitano estaba derramando. Apenas fueron unos cortos minutos, pero el aplauso fue sonado. En un instante, sobre Gineto pareció que descendieran todos los duendes salados de Espeleta, Beni o Cojo Peroche y, por si quedaba alguna duda (que no era el caso), rubricó con ingenio y gracia la presencia gaditana de esa noche.

No sé cuando fue la siguiente vez que volví a saludarlo, pero lo recuerdo cada noche presente en su mesa cuando la caletera Peña de Juan Villar le dedicó su Ciclo Cultural del año 2006. Ya algo mermado de fuerzas, pero con las suficientes como para sacar esa sonrisa suya que era el estandarte de su personalidad. Porque, para mí, a Gineto siempre le ha sonreído la cara. Y eso a pesar de que, personalmente y de cerca, lo conocí ya mayor, en aquellos almuerzos con que nos regalaba el Restaurante La Bodega con motivo de la presentación de los Jueves Flamencos de la Peña El Mellizo. A alguno de ellos asistió, ya cuidándose, con su cervecita sin alcohol, "que nosotros ya nos lo hemos bebío to", como comentaba mientras asistía discreto y sonriente a las conversaciones entre Chano Lobato y Antonio El Morcilla, que evocaban con arte y picardía sus encuentros argentinos. Hasta donde lo he conocido, a Gineto siempre le ha distinguido su enorme bonhomía, su porte de artista por encima de los años, y una caballerosidad que no está reñida con su condición de hombre sencillo y cabal. Eso en cuanto a su persona, pero en lo tocante a su aportación artística, y para que las generaciones venideras no lo olviden, Juan Jiménez Pérez es un grandioso heredero de una gran familia de flamencos del barrio de Santa María. El más joven que, como tantos otros, se echó a las tablas siendo apenas un niño sabiendo representar y transmitir las esencias gaditanas en el espectáculo que llevaba el nombre de los lugares que configuraron su infancia, Las calles de Cádiz, como ya se ha dicho.

Que las gentes del flamenco gaditano le hayan honrado en este momento difícil en el que se hacen presentes los achaques de los años, dice mucho de la sensibilidad y solidaridad de quienes han promovido y apoyado la iniciativa. Pero la respuesta a esa llamada, que desbordó de largo la capacidad de una Peña como la de La Perla, habla sobre todo del cariño y del respeto que su persona ha suscitado entre los amigos y aficionados al flamenco. Puede que se echase en falta la presencia de determinados artistas o representantes del flamenco gaditano que, ya sea por motivos de salud, de trabajo o de otra índole, no acudieron a la cita de ayer en La Perla. Pero no cabe duda de que los que lo fueron lo hicieron empujados por las más nobles de las razones: el cariño y el respeto.

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