Provincia de Cádiz

Contra viento y marea

  • Chiringuiteros de la provincia explican el trabajo y los obstáculos con los que se encuentran cada año · La fisonomía, concepto y clientela de los establecimientos se diversifican cada verano

Contra viento y marea. Contra el Levante. Bendición y perdición de esta tierra. Contra los elementos. Elementos de todo tipo. Contra papeleos y metros cuadrados. Contra la crisis. La cerveza bien fría. Contra la sed. El placer resumido en un mojito de fresa. Contra la arena. Se levantan los oasis. Antes de nea y caña. Ahora en madera. Torres de Babel. “Una de puntillitas”. “What is puntillitas, dad?”. Acentos del norte y del sur susurran o vociferan entre tintos de verano y fritos variados. Una chica oriental lee un revista. Contra el viento. La marea sube. Los pies desnudos aligeran el paso en busca de descanso. En las calas vírgenes, en las playas urbanas. El chiringuito. El de toda la vida, el chill-out, el restaurante, el refugio... Se reinventan cada verano para el foráneo y para el local que se derriten en bikini, en top-less, en kaftan. “Aquí estamos. Contra viento y marea”, dicen los regentes. Un año más, los chiringuitos.  

Stefan Wilhelm Agua. Tarifa

Los ojos de Stefan Wilhelm rivalizan con el color del mar de los Lances Norte de Tarifa. Iris azul profundo y pelo trigeño, quizás, herencia genética de su madre, suiza, o de su padre, alemán criado en un protectorado en Marruecos, o como reflejo de las playas de Estepona, donde se crió, o del reflejo del entorno, de su entorno, Agua. Agua es agradable y tranquilo. Con el Parque Natural del Estrecho a la espalda y decenas de deportistas al frente. Cometas de kite-surf cortan el aire mientras Stefan lucha contra “la descoordinación de las administraciones”.

Aunque el empresario sonría queda un poso de amargura al fondo. “¿Que si merece la pena? Así no”. Hace ocho años Stefan se ilusionó con crear un estilo de chiringuito ecológico, una iniciativa por la que abandonó el mundo “de los hoteles de mil camas” en Málaga para tirar al sur del sur. “A Costas le pareció bien, la Consejería de Turismo me concedió una subvención e Innovación un premio. Bueno, pues todo lo tuve que rechazar porque la dirección del Parque echó abajo el proyecto. Al parecer no le convencía del todo la cimentación para las aguas grises del subsuelo y los aerogeneradores”, relata.

Stefan recorre el espacio con su mirada azul.  “Esto que ves es provisional desde hace dos años”. “Como tenía la concesión del Ayuntamiento de Tarifa, ellos me instaron a abrir para dar un servicio público a esta playa que no tiene”. Y es que el chiringuitero remodeló el proyecto inicial de su sueño de turismo sostenible, una nueva propuesta que, aún contando con los informes favorables de los organismos municipales y autonómicos “estará por ahí archivada en la Dirección General de Costas, en Madrid”, de quien Stefan espera y espera “desde hace dos años” una ansiada luz verde “para poner esto de otra manera”.

Maya, tras la barra, sirve la colca-cola con una sonrisa grande y una cañita del mismo tamaño. “También tengo trabajando a Lutz”, dice. Entre los tres hacen los turnos. De 11.00 a 22.00. Bueno, este año hasta las 00.00. “El Ayuntamiento  de Tarifa pone la hora”, se resigna.

Hace viento en Tarifa. “Aunque aquí el poniente es mejor para el Kite-surf”. Las cometas cortan el aire. Maya sirve un mojito con extra de sonrisa. Una chica se abrasa en una de las camas. Todo está tranquilo. Stefan mira al mar.

Manuel Fernández Los Sueños. Atlanterra

Finas gasas envuelven Los Sueños dándole un aire, eso, onírico. Entre telas transparentes de colores suaves se asoma Manu, que se estrena en la regencia del chiringuito este verano. “Los sueños abrió hace cinco años a instancias de una amiga de la familia –Elena Soto– y este año lo ha dejado y, bueno, lo hemos cogido nosotros”, cuenta el joven madrileño que invita a la conversación a Pilar Rodríguez, su madre, también partícipe en el nuevo rumbo del chiringuito. Como eslabón que engarza las dos etapas de Los Sueños, se suma Olga Viña, también de Madrid, e infalible trabajadora del chiringuito blanco y azul que se erige como un espejismo en las arenas doradas de Atlanterra.

Cerviche de corvina con aliño de fruta de la pasión. Calamar relleno de morcilla. Carpaccio de cecina de León y queso de oveja. La propuesta gastronómica de Los Sueños está preparada en una cocina “incluso mucho mejor montada que la de cualquier restaurante de Madrid”, aseveran. Además, al caer la tarde, el personal se anima con el mojito de fresa, otra de sus especialidades, en la zona chill out.

Eso sí, a las once y media hay que ir recogiendo. “Es muy fuerte, según el BOJA nosotros somos locales de ocio y hostelería por lo que podemos cerrar a las dos o a las tres los fines de semana. Sin embargo, desde el Ayuntamiento nos dicen que a las doce como mucho”.

No es la única queja de estos tres madrileños que ya veraneaban “en Tarifa desde hace muchos años”, dicen. “Como tenemos una cañada real a la espalda, y urbanizaciones, cierran el paso con un candado y no pueden pasar, muchas veces, ni nuestros proveedores”. Y eso no es lo peor. “Hasta hace prácticamente una semana no había vigilantes en la playa y mi hijo (Manu) tuvo que tirarse al agua para auxiliar a un señor que se estaba ahogando y lo atendimos aquí mientras que no llegaba la ambulancia que, suerte, que ese día pudo pasar porque el paso no estaba cerrado”, se exasperaba Pilar que, como Manu, opina que el baile de administraciones en torno a los chiringuitos propicia que “todo el mundo es responsable y nadie es responsable” derivando en “una situación de desamparo total”.

Aún así, Los sueños es un sueño. “Pero para nosotros estas vacaciones son bien diferentes”. Madre e hijo ríen. “Aunque vemos mucho la playa la disfrutamos poco. Y menos Olga, es la que menos está librando”. La joven también ríe.

Alfonso Leal casa manolo. Conil

“Yo he fregado vasos encima de una caja de cerveza”. Verano 2009. Desde la playa de Los Bateles Alfonso se transporta a la Fontanilla, a algún verano lejano de los setenta. Él es un niño que “siempre” quiere estar con su padre. Echando una mano en ese chiringuito que Manolo abrió “en el año 65 o 66”, remojándose en la bañera que la madre coloca detrás del establecimiento para desalar los cuerpos de sus chiquillos, echando una cabezada en el camastro hasta que su padre lo coge en brazos para llevarlo a casa tras un duro día de trabajo estival... “¿Qué si me acuerdo? No me voy a acordar...”.

Tras cerca de treinta años la familia de Los Fugilla (así se les conoce en Conil) abandonaron la playa Fontanilla. Ahora, y desde hace nueve años, la misma alegría, el mismo sano bullicio y ambiente familiar planea en el chiringuito que se levanta en Los Bateles.

Los camareros, casi todos familia “o como si lo fueran”, apunta Alfonso, se cruzan bromas, sirven, prestos, las raciones de puntillitas, pimientos y papas aliñás. “Este es el chiringuito más chiringuito de por aquí. Con platos de toda la vida”. Casa Manolo es amplia, con manteles de cuadros verdes y blancos, sillas de plástico y madera y techo de aluminio que combate, divinamente, el viento.

“La clientela es fiel. De los tiempos de la Fontanilla aún conservamos muchos amigos, gente del norte que cada año iba allí y siguen viniendo aquí, con los chiquillos ya mayores, hasta con hijos”. Las historias se repiten. El tiempo es circular. Alfonso también tiene un hijo que trabaja en el chiringuito. Otro chiquillo a quien también “le encanta” el negocio familiar. Un negocio que se extiende más allá de los lindes de la playa. Sube al paseo con un restaurante y entra en el pueblo con un hostal.  Diversificación.

Como el público. “Desde familias a gente joven. Pero nosotros después de dar de cenar estamos cerrado. Aquí arriba se hace el botellón y, si pidiéramos una ampliación de horarios, podríamos hartarnos de vender pero no queremos. Ese ambiente no nos gusta aunque los sábados por la tarde y los domingos no nos queda otra que lidiar con él”, dice. 

Carlos Díaz el bongo. Chiclana

Carlos y Rosa, su mujer, aman El Bongo. El Bongo de antes. El de la buena música en directo. Sobre todo cubana. El de las actuaciones de Antonio Reguera. El de los atardeceres que, en un abrir y cerrar de ojos, se hacían noches, y días. El de principios de los noventa, cuando abrieron por primera vez el chiringuito de la playa de Sancti Petri. Pero “desde hace tres o cuatro años” son los mismos atardeceres y no.

“Esto estaba precioso, con un jardincito, incluso un año pusimos una gran jaula con pájaros. Luego nos quitaron la música, después nos acotaron los metros. Veinte metros hace dos años. Este verano no nos podemos quejar nos han dado sesenta”, dicen con ironía. Con “la promesa” de que en 2010 tendrán los 150 metros que permite la ley, El Bongo abre un año más “bastante desanimado”.

Dan cenas y comidas. Eso no ha cambiado. Pero sí el concepto de local. “Esta es una playa familiar. Aquí la gente siempre ha venido en plan tranquilo y no se molestaba a nadie ni se estropeaba el entorno. Nos cuesta entender que se quiera impulsar el turismo y pongan trabas a lugares como éste”, se quejan.

Manuel Montalbán los corrales. Chipiona

Manolo se tomó un breve descanso de su trabajo de reparto de congelados frente a esta pequeña playa. Frente a frente a la mar chipionera de la playa de Las Canteras, Manolo abrió una lata de cerveza y se la bebió saboreando cada sorbo. “¿Y si pudiera hacer esto siempre?”, caviló. Treinta años, varias remodelaciones, muchas sardinas y aún más cervezas después, dieron como resultado Los Corrales, un chiringuito, “un restaurante, realmente”, apostilla, que abre durante todo el año.

Políticos, toreros y artistas, además de chipioneros y foráneos sin nombre conocido, se sientan a la mesa de un establecimiento mitad en el paseo urbano, mitad en la playa. Manuel es un gran anfitrión. Con parla, sentido del humor y mucho saber.

Su teléfono móvil no para de sonar. Reservas, pedidos, proveedores, encargos... Manuel cuida a la clientela y el producto que le sirve. “Que faltan almejas. Pues voy por ellas a donde sea”. “Que alguien viene fuera de hora pero ya está todo cerrado para almorzar. Pues nada, se le pone de comer. De mi casa no se va nadie sin comer”.

Ese mismo talante l o transmite a su hijo, Roberto Montalbán, actual gerente de Los Corrales. Del de la playa. Porque Manuel también tiene diversificado el negocio que comparte con su hermano.  El teléfono no para. Pero Manolo atiende a todo el mundo. De una mesa a otra. “Qué, ¿está bueno todo?”.

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