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Crítica 'Una nueva amiga'

Travestismo para todos (los públicos)

Una nueva amiga. Melodrama, Francia, 2014, 105 min. Dirección y guión: François Ozon. Fotografía: Pascal Marti. Música: Philippe Rombi. Intérpretes: Romain Duris, Anaïs Demoustier, Raphaël Personnaz, Isild Le Besco, Aurore Clément, Jean-Claude Bolle-Reddat, Bruno Pérard, Claudine Chatel. 

Otrora enfant terrible y gran esperanza blanca del cine francés (Sitcom, Bajo la arena, Gotas de agua sobre piedras calientes), François Ozon se ha convertido poco a poco (Ricky, En la casa, Joven y bonita) en uno de esos cineastas odiosos y resabiados a los que se les ve demasiado el plumero como nuevo moralista de lo políticamente correcto disfrazado de hábil narrador (cada vez más perezoso y televisivo) que hace ya tiempo que abandonó el verdadero gesto irónico, provocativo e iconoclasta por una apuesta por los relatos didácticos y las formas aseadas del melodrama burgués que hacen que su cine pase con una misma (y escasa) intensidad por los festivales y la taquilla.

O sea, es uno de esos autores tan acomodados como prolíficos que se consumen con gusto y facilidad en los circuitos de versión original madura para dar carnaza y juego a mentes abiertas, sociólogos de ocasión y malos pedagogos que terminarán poniendo sus películas como ejemplo para ilustrar espinosos temas de actualidad o nuevos modelos de convivencia.

Con Una nueva amiga le toca el turno a la transexualidad, el travestismo o el transgénero, a saber, a los conflictos con la identidad sexual y el deseo de sus personajes acomodados a través de un relato zigzagueante de corte melodramático y supuestos aromas sirkianos basado en una novela de la recientemente fallecida Ruth Rendell, la misma a la que adaptó Almodóvar, referente inevitable aquí también, en la también fallida Carne trémula.

Desvelado el secreto a las primeras de cambio tras un prólogo sintético que encierra tal vez los mejores minutos del conjunto, la cinta discurre entre estampas otoñales de travestismo glamouroso, comprensión e identificación femenina, una poco sutil anulación del macho y dribles de memoria explicativa para encaminar la supuesta seriedad dramática del asunto hacia un involuntario ejercicio autoparódico en el que el escuálido Romain Duris y la inexpresiva Anaïs Demoustier se debaten en un juego de desdoblamiento y pasión frustrada de ida y vuelta que no termina de sostenerse nunca ni como fábula dramática ni como relato irónico sobre los personajes y el mundo que retrata.

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