DESDE que tengo uso de razón, musicó mi vida. Su categoría humana no sólo moduló la banda sonora de mi niñez, sino que su ejemplo ahondó -ya de zagal- todo cuanto me inculcaron mis padres. Mi padre y él fueron grandes amigos, se respetaban y admiraban como pocos. La impecable corbata del letrado bancario y las perfumadas barbas del poeta juglar no eran sino el parapeto que protegía los corazones de estos dos seres extraordinarios. Indumentaria aparte, les unía todo lo demás: la esencia, la raíz y lo importante… el amor al prójimo, la justicia y la humildad.
Contaba orgulloso mi bato que, paseando juntos por Triana, un hombre descalzo les pidió una limosna; al percatarse, Manuel se quitó los zapatos y prosiguió el paseo más a gusto que en brazos. Mi padre, claro, no daba crédito…
O más bien sí. Antes de convertirse en una leyenda, Manuel fue a Canarias a comprar equipos para montar su propio estudio de grabación. Varios millones de la época. Una vez elegido y a la hora de pagarlo, en la sucursal guanche, al ver su inconfundible aspecto de egiptano flamenco, el director de la oficina le dio nones. Manuel, desesperado, hizo llamar a su amigo a Sevilla, que -sin saber nada de la aventura musical emprendida- autorizó el crédito necesario. Ambos sabían lo que hacían entonces y la amistad fue para siempre.
Era un señor de los pies a la cabeza; pulcro, detallista y respetuoso con el prójimo. Jamás usaba los bolsillos de las chaquetas -para no estropearlas-, en casa colocaba su ropa como si de un escaparate se tratara y cepillaba metódicamente los zapatos aunque volviera al sosimbó a las claritas del día. Genio y figura.
Porque Manuel no se ha ido, su legado es un canto a la vida. Sólo un mito como él podía glosar el nacimiento de una flor, el casamiento de dos gorriones o la muerte de una mariposa.
Manuel Molina abraza hoy a su Cádiz de levante a poniente, como acariciaba su bajañí. Su playa del Rinconcillo y el Guadalquivir huelen hoy a azahar, a menta y a canela. Aromas andalusíes que siempre le acompañaron y que, desde Cádiz a Sevilla, ha elevado a los cielos el Niño del Encajero.
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