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Flor de sal

Juan / Martín / Bermúdez

El niño del Encajero

DESDE que tengo uso de razón, musicó mi vida. Su categoría humana no sólo moduló la banda sonora de mi niñez, sino que su ejemplo ahondó -ya de zagal- todo cuanto me inculcaron mis padres. Mi padre y él fueron grandes amigos, se respetaban y admiraban como pocos. La impecable corbata del letrado bancario y las perfumadas barbas del poeta juglar no eran sino el parapeto que protegía los corazones de estos dos seres extraordinarios. Indumentaria aparte, les unía todo lo demás: la esencia, la raíz y lo importante… el amor al prójimo, la justicia y la humildad.

Contaba orgulloso mi bato que, paseando juntos por Triana, un hombre descalzo les pidió una limosna; al percatarse, Manuel se quitó los zapatos y prosiguió el paseo más a gusto que en brazos. Mi padre, claro, no daba crédito…

O más bien sí. Antes de convertirse en una leyenda, Manuel fue a Canarias a comprar equipos para montar su propio estudio de grabación. Varios millones de la época. Una vez elegido y a la hora de pagarlo, en la sucursal guanche, al ver su inconfundible aspecto de egiptano flamenco, el director de la oficina le dio nones. Manuel, desesperado, hizo llamar a su amigo a Sevilla, que -sin saber nada de la aventura musical emprendida- autorizó el crédito necesario. Ambos sabían lo que hacían entonces y la amistad fue para siempre.

Era un señor de los pies a la cabeza; pulcro, detallista y respetuoso con el prójimo. Jamás usaba los bolsillos de las chaquetas -para no estropearlas-, en casa colocaba su ropa como si de un escaparate se tratara y cepillaba metódicamente los zapatos aunque volviera al sosimbó a las claritas del día. Genio y figura.

Porque Manuel no se ha ido, su legado es un canto a la vida. Sólo un mito como él podía glosar el nacimiento de una flor, el casamiento de dos gorriones o la muerte de una mariposa.

Manuel Molina abraza hoy a su Cádiz de levante a poniente, como acariciaba su bajañí. Su playa del Rinconcillo y el Guadalquivir huelen hoy a azahar, a menta y a canela. Aromas andalusíes que siempre le acompañaron y que, desde Cádiz a Sevilla, ha elevado a los cielos el Niño del Encajero.

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