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EL aforamiento del que gozan los parlamentarios es una de esas cuestiones que cada cierto tiempo abandona el terreno de las disquisiciones jurídicas en el que habitualmente se halla confinado para pasar a ocupar un lugar preferente de la agenda política y los medios de comunicación. Basta con que se active en el curso de algún procedimiento judicial controvertido o bien extienda su manto protector sobre algún cargo público dotado de cierta proyección social para que vuelva a ponerse sobre la mesa la necesidad de ocuparse del mismo. Si durante la campaña electoral andaluza, el aforamiento fue objeto de particular atención a raíz del caso de los ERE y la llamada a declarar ante el Tribunal Supremo de los ex presidentes de la Junta Chaves y Griñán, ahora ha sido la denuncia por violencia de género interpuesta contra el ex ministro socialista Juan Francisco López Aguilar la que ha vuelto a abrir la espita a la controversia en torno a dicho mecanismo.

Calibrar las implicaciones jurídicas del aforamiento en la actualidad impone llevar a cabo una reflexión en perspectiva histórica, puesto que sólo entendiendo las causas que en sus orígenes justificaron la aparición de esta figura es posible comprender el anacronismo de su supervivencia. Junto con las restantes prerrogativas parlamentarias -inmunidad e inviolabilidad-, el aforamiento surgió con el Estado que, tras las revoluciones burguesas, se implantó en el mundo occidental a finales del siglo XVIII. Desde entonces, las constituciones recogen dichas garantías con una finalidad similar: dotar al ejercicio de la función representativa de un espacio reforzado de independencia.

En el originario espíritu revolucionario que impregna las prerrogativas anidaba la decidida voluntad de crear en torno al ámbito legislativo una atmósfera inmune a cualquier interferencia procedente de los otros poderes estatales. Porque en esa nueva constelación de poderes que se instaura en el flamante Estado, únicamente el legislativo presentaba un vínculo directo con la sociedad. Marcando el contrapunto frente al Gobierno y los jueces, reductos supervivientes del Antiguo Régimen, el Parlamento se erigía en la única institución legitimada por la voluntad popular. Ante el circuito representativo se alzaba, pues, la amenaza real de un poder judicial al que todavía quedaba mucho camino por recorrer para alcanzar su actual independencia.

En tal contexto se imponía la necesidad de arbitrar mecanismos jurídicos eficaces mediante los que impedir el uso políticamente interesado de los procesos judiciales por parte del Gobierno en contra de la función desarrollada por los parlamentarios. Ello explica que se proteja de forma absoluta la libertad de expresión que asiste a los representantes populares en el curso de los debates parlamentarios, impidiendo que se sometan a juicio las afirmaciones vertidas con ocasión de los mismos (inviolabilidad). También, que ante el intento de procesar a un parlamentario, el tribunal correspondiente haya de presentar una solicitud previa ante la cámara (suplicatorio) para que ésta determine si dicha iniciativa obedece a causas objetivas o si, por el contrario, denota intencionalidad política (inmunidad), en cuyo caso se paralizará la acción judicial. Finalmente, llegado el caso de que un diputado o senador haya de ser juzgado, se considera que dicha competencia corresponde al órgano judicial que ocupa el vértice del entramado jurisdiccional: el Tribunal Supremo (aforamiento). En las circunstancias de la época, ser aforado, esto es, ser juzgado por el más alto de los existentes en el país, era una clara expresión de deferencia hacia la función parlamentaria, encomendando dicha función al órgano al que se presume mayores cotas de independencia e imparcialidad y que mejor posicionado está para neutralizar posibles interferencias políticas orquestadas desde el Ejecutivo.

Gracias al afianzamiento de la independencia judicial que es propia del actual Estado democrático de Derecho las prerrogativas parlamentarias, con excepción de la inviolabilidad, han perdido su razón de ser. Centrándonos en el aforamiento, resulta abiertamente disfuncional que toda causa penal en la que se encuentra inmerso un parlamentario haya de ser seguida necesariamente por el Tribunal Supremo o un Tribunal Superior de Justicia autonómico (en el caso de los diputados regionales). El hecho es que su activación trae consigo la inhibición del órgano judicial que instruye el proceso y la obligación de elevar el proceso ante los órganos judiciales indicados. En las circunstancias actuales de nuestro país, cabe argumentarse que el aforamiento puede actuar como escudo protector contra la politización judicial. Ciertamente, pero el precio que se paga por neutralizar tal hipótesis resulta demasiado alto y desproporcionado: en términos de eficacia de la función judicial, que resulta claramente mermada por la traslación del caso. También, desde la perspectiva de las garantías procesales de quienes participan en dichos procesos, ya que una vez dictada sentencia no es posible impugnarla ante otro órgano jurisdiccional, perdiéndose el derecho fundamental a la doble instancia. En tales condiciones, la garantía deja de ser tal y no cumple función alguna que justifique su existencia. Lo racional sería, sin lugar a dudas, suprimirla.

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