La esquina

josé / aguilar

La imagen del poder

EL presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Gonzalo Moliner, dijo días atrás que viajar en clase turista no da una buena imagen de la Justicia. Moliner se queja de tener que hacerlo desde que sustituyó en ambos cargos Carlos Dívar, que causó escándalo por su despilfarro, desahogo y "semanas caribeñas". Se equivoca.

La imagen de los cargos públicos de los países nórdicos, por ejemplo, no se ve deteriorada, sino todo lo contrario, por el hecho de que acudan a sus despachos en bicicleta o metro. Sus conciudadanos los encuentran y los sienten de este modo más cercanos y más propensos a ejercer sus responsabilidades con austeridad que a distinguirse de ellos con prebendas y privilegios. El poder no necesita parafernalias ni signos externos para legitimarse, aunque quienes lo tienen estén muy tentados de desplegarlos.

Reconozcamos que los políticos se han excedido en las rebajas salariales que se han dictado en respuesta a los numerosos casos de corrupción y abuso del dinero público. Pasaron a otro exceso: se pusieron retribuciones tan bajas que muchos de sus subordinados ganan más que ellos y están consiguiendo alejar de la vocación política a prestigiosos profesionales, predispuestos tal vez al servicio público -y a colmar su propia ambición-, pero no al precio de empobrecerse más de la cuenta interrumpiendo, además, una trayectoria brillante en su actividad privada.

Pero, establecida esta conclusión, el magistrado Moliner ha de adaptarse a las reglas del juego. Accedió a su doble cargo -convirtiéndose en una de las máximas autoridades del Estado- precisamente para superar el desprestigio al que habían llegado el Supremo y el Poder Judicial durante el mandato de su antecesor. No podía no saber que su elección se produjo para superar una etapa de derroche. No podía ignorar que lo que se esperaba de él era mirar por el destino del último euro y escatimar cualquier gasto superfluo. Como volar en clase bussines y no, como la masa, de turista, que es más molesto, incómodo y anónimo.

Este país iría bastante mejor si los poderosos en general, no sólo los jueces, comprendieran que la auctoritas como legitimación socialmente aceptada de una persona depende mucho más de su saber, fuerza moral y responsabilidad que de los cilindros del coche en el que viaja, la cantidad de escolta que mueve y la superioridad sobre el hombre común que pretende visibilizar o aparentar. En fin, si la imagen propia fuera una de sus últimas preocupaciones.

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