Patrimonio

Aníbal González. El arquitecto que cambió la fisonomía de Sevilla

  • Evolucionó desde el modernismo a un estilo historicista propio, el regionalismo

La Plaza de España se considera la obra cumbre de Aníbal González.

La Plaza de España se considera la obra cumbre de Aníbal González. / Belén Vargas

Pocas ciudades hay en el mundo que no relacionen su historia urbanística con un arquitecto. Así ocurre en Londres con John Nash, en Barcelona con Antonio Gaudí y en Brasilia con Óscar Niemeyer, por citar algunos ejemplos. Sevilla tampoco escapa de este binomio. Hablar de la capital andaluza sin mencionar a Aníbal González es hurtar la gran transformación que sufrió esta ciudad en el primer tercio de la pasada centuria, cuando la urbe experimentó un importante auge demográfico debido al elevado número de personas que emigraban de los pueblos y por la preparación de la Exposición Iberoamericana que metió de llenó a la capital andaluza en el siglo XX. Una muestra que le sirvió para despojarse de los ropajes de decadencia que llevaba soportando desde que perdió el dominio del comercio con las Américas.

Aníbal González Alvárez-Ossorio nació en Sevilla en 1875. Era el mayor de tres hermanos. Obtuvo el título de arquitecto en 1902. Fue el primero de su promoción, lo que auguraba el gran éxito que le llegó después. Sus tíos, Cayetano y Torcuato Luca de Tena, ejercieron de mecenas en sus inicios. Contrajo matrimonio con Ana Gómez Millán, lo que lo unió de por vida a una importante saga de arquitectos que también dejaron huella en la Sevilla de la época.

En sus comienzos imperó el modernismo propio de aquellos años, pero pronto evolucionó hacia un historicismo que desembocó en el regionalismo con el que tanta fama cosechó. Capillas, casas particulares y edificios civiles fueron impregnándose de este movimiento con el que toda una ciudad acabó identificándose.

Su sello quedó patente en la Exposición del 29, para la que fue nombrado arquitecto jefe, cargo del que dimitió antes de su inauguración. A él también se debe la presencia de los naranjos –hasta entonces reservado para las casas señoriales– en las calles.

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