Mi vida y yo

Guten morgen, Grazalema

  • Juan López Domínguez (Setenil de las Bodegas, 1918)

  • Mi padre emigró a Argentina, venía cada año a hacer un zagal y luego no supimos más de él. Eramos cinco hermanos. Yo me crié con un tío y de niño cuidaba cochinos, no fui a la escuela

  • Harto de trabajar mucho y ganar poco, con 45 años me fui a Alemania. Estuve allí 19 años. Era muy querido en la fábrica. No aprendí alemán, apenas unas frases. ¿Como me apañaba? Pues lo que no sé, no lo sé y ya está.

Juan López descubrió un día que lo más difícil que tenía por delante no era salir de la miseria sino vencer a quien quería impedírselo. Fue una lección sobre los abusos, sobre la condición humana, que nunca ha olvidado. Era él entonces el casero de una finca en Grazalema y, casado y con dos hijas, no veía futuro: trabajaba mucho y cobraba poco. Menos que poco. Pero en esto que se abrió una puerta: se dijo que él, como otros, podía probar suerte en Alemania, irse a trabajar allá lejos, afrontar ese reto. Sacrificarse pero para prosperar. No como vivía, que todo era un sacrificio y transcurrían los años y nada mejoraba.

Si me arreglas los papeles, me voy a Alemania, le dijo a un amigo. Y así fue. El amigo gestionó el papeleo y un día llegó una carta que lo citaba en Cádiz para un reconocimiento médico. Allá que fue Juan con otros nueve vecinos, todos aspirantes a buscar un alivio lejos de su tierra. El grupo solventó el trámite pero a Juan le dijeron que debía ir a Jerez y allí firmar el pasaporte. Ya le sonó extraño aquello. Era la trampa que asomaba: en Jerez lo esperaba un policía con la barrera. Tú no sabes leer ni escribir, tú no puedes ir a Alemania, le espetó el funcionario. Yo he pasado el reconocimiento, estoy sano de todo y yo voy, se revolvió Juan. No, tú no vas a Alemania.

Juan se quedó anonadado. Desconcertado, regresó a Grazalema y comentó lo sucedido con sus amigos. Pues vamos a ver a un fulano que hay en Jerez, que ese lo arregla todo, le propusieron. Así que volvió a la ciudad, acudió a ver al "señorito" que le habían indicado y al poco, con su ayuda, se vio ante el mismo policía que previamente le había negado el pasaporte. Entonces firmó y se abrió la puerta de Alemania. Cincuenta y tres años después, Juan aún se indigna al evocar aquella injusticia. "Era el mismo tío. El mismo policía. Y no me dijo ni media palabra. Le cayó la mosca en la sopa. Le cayó uno que sabía más que él".

Quien había movido hilos para frenar a Juan era otro señorito: el dueño de la finca en la que trabajaba como casero. No quería perder a un buen trabajador, a uno al que despachaba con dos duros y la cabañería: media fanega de trigo, tres litros de aceite, unos garbanzos... Pero le salió mal la jugada. Juan se subió al tren y partió hacia Iserlohn, una ciudad de Renania del Norte-Westfalia, donde le aguardaba mucho trabajo pero también un sobre con billetes que llegaba puntual, un salario como el que nunca hasta entonces había tenido. Atrás quedaba una etapa larga, un camino difícil que ahora rememora en Grazalema, al calor de la estufa, en una tarde de lluvia y niebla que pone fin a un otoño suave.

Juan nació en Setenil de las Bodegas el 8 de agosto de 1918. Pero pronto se fue de allí a Montecorto, en la provincia de Málaga; a un cortijo llamado Bujambra, donde se crió con un tío. Su madre era costurera; de su padre no guarda recuerdo alguno: emigró a Buenos Aires y durante unos años regresaba cada año a Setenil "a hacer un zagal"; luego, ya nunca más se supo, le perdieron la pista. Juan tenía cuatro hermanos. A él, muy niño, lo metieron en un serón y, a lomos de un burro, lo llevaron a Bujambra. Allí, enseguida empezó a trabajar. Primero cuidaba cochinos y en cuanto se hizo grandecito le enseñaron a trabajar en el campo. "Me enseñaron bien. Todo lo sabía hacer yo. Mi tío tenía un hijo y venía el maestro a darle clase, pero a mí no me dio nunca. Yo, a trabajar". Su tío le daba dos duros y lo mejor era que la casa no iba mal, que no faltaba comida. "Hambre no pasé nunca allí".

La guerra civil arrancó cuando estaba a punto de cumplir 18 años. Entonces sí conoció el hambre. Como muchos vecinos de las poblaciones que habían estado en manos de los republicanos, Juan huyó por miedo a las represalias cuando se acercaban las tropas de los sublevados. La gente tenía pavor a los moros, a las tropelías que iban cometiendo. Ya tenía una novia y ella quiso acompañarlo en esa fuga pero él prefirió partir solo, con dos o tres vecinos, gente nueva (joven). "No sé la vereda que habrá cogido. No la vi más".

Un primer tramo lo acercó a Ronda. De allí, a Marbella. Luego a Málaga y, más tarde, por la llamada carretera de la muerte, hasta Almería andando, como miles de personas que buscaban refugio en la zona republicana. Juan no recuerda los bombardeos de los barcos a los refugiados que caminaban en largas columnas ni los aviones ametrallando a la gente indefensa. Quizá porque era joven, de los que más rápido avanzaban. "Cuando llegamos, no había nada. No había más que esparto. Buscábamos coles en el estercolero, comíamos lo que encontrábamos. Las cáscaras de las naranjas me las comía yo como si fuese jamón. Me puse malo".

En Almería, los refugiados fueron distribuidos por varios lugares. A Juan lo enviaron a la provincia de Ciudad Real, a una zona que recuerda muy bonita, con un río y un valle, con pueblecitos muy chicos. Lo alojaron en casa de una mujer que tenía dos hijos y que lo cuidó como si fuera el tercero. Había llegado enfermo, con el estómago estropeado por comer porquería. Pero ella lo salvó. Y él le pudo devolver el favor pronto. La mujer disponía de unas hazas muy grandes, un terreno enorme sembrado de centeno. ¿Tú eres capaz de segarme el centeno este?, le preguntó. Con 18 años, Juan era un experto con la hoz. Claro que se lo siego. "Se puso muy contenta. Se portó muy bien conmigo".

De aquella estancia, Juan recuerda también que se echó una novia pero que le pareció que allí estaban un tanto atrasados porque sólo le estaba permitido hablar con ella en la puerta de su casa, pero uno dentro y otro afuera. A prudente distancia.

Pasaron los meses, la guerra continuaba y entonces Juan se vio en el frente, como un joven soldado lógicamente asustado ante tanto disparo y tanta bomba. Sucedió entonces que un día, en Teruel, asistió a un tiroteo que dejó un buen montón de muertos. Se libró de caer también porque se refugió en una trinchera. Cuando terminó la batalla, salió de allí con una determinación: otro soldado y él habían decidido que la guerra podía continuar sin ellos, que no querían permanecer más tiempo en el frente y ser carne de cañón. Se fueron. Echaron a andar por la sierra, se perdieron, caminaron sin rumbo durante unos días hasta que, exhaustos, toparon con una carretera. Cuando vieron venir un camión, lo pararon y le pidieron al conductor que los llevase. El hombre les advirtió de que pasaría por un control, que podían descubrirlos y acabar mal. Pero ellos le dijeron que se arriesgaban, que no volvían a las trincheras. El camión iba cargado de madera. Se escondieron entre unas tablas, sortearon el control y llegaron a Valencia.

De esa ciudad conserva Juan recuerdos buenos y malos. Los mejores, al principio, mientras se movió por allí libremente y trabajaba y ganaba un buen dinero que le permitía disfrutar del ambiente de la retaguardia. Así pasó un tiempo, puede que un año. Los peores, después de que alguien le pidiese su identificación mientras jugaba en un billar y averiguasen de ese modo que aquel joven que manejaba tan bien el taco había desertado. Lo metieron en la cárcel. Pero no por muchos meses: un día, Juan observó sorprendido cómo los militares que custodiaban la prisión se iban a toda prisa. La República había perdido Valencia. Y la guerra. En pocos días se vio metido en un tren camino de Ronda.

Llegó todo tiznado por el carboncillo del tren. No se conocía ni él mismo. Entonces le dijeron que debía ir a su pueblo, a Montecorto, y presentarse al alcalde. Lo hizo y lo enviaron de vuelta a Ronda y después a Málaga, donde quedó confinado en un llano ocupado por miles de presos. Por entonces supo que a su hermano Gabriel, mayor que él, lo habían fusilado los sublevados en Ronda. Con 19 años. A él lo salvó de la prisión que los republicanos lo habían encarcelado. Los franquistas lo soltaron, lo mandaron de regreso a casa y al poco lo llamaron a filas: a hacer la mili. Lo libró su baja estatura.

Juan volvió a trabajar en el campo, a buscarse la vida segando y sembrando. Se echó una novia con la que estuvo ocho años. Hasta que ella lo dejó porque él padecía de ataques epilépticos, una secuela de la guerra, del temor a las bombas. Conoció entonces a la que luego fue su esposa, Ana Naranjo, una joven de Grazalema que iba los veranos por Montecorto a ayudar a una tía. Juan se acercaba a verla a Grazalema. Pero un día se cansó de ese trajín y se la llevó a su pueblo y formaron una familia. Se casaron años después, al registrar a las dos hijas que tuvieron.

A Grazalema se trasladaron cuando a Juan lo contrataron en una finca como casero. De esa pasó a otra, en la que permaneció ocho años, aquella de la que le costó escapar cuando, harto de trabajar por casa y comida, puso rumbo a Alemania. Corría el año 1963. Primero trabajó en una fábrica de lámparas y vivía en una residencia de la propia empresa. Luego pasó a una fábrica de hierro, de donde salía material para barcos y trenes. En 1965 emigró también una de sus hijas (más tarde lo hizo la otra) y se cambió a un piso. En Grazalema se había quedado su esposa, que iba construyendo la casa familiar con el dinerito que él enviaba. Ella se fue para allá años después y regresaban cada verano al pueblo, el mes de vacaciones.

No aprendió el alemán, apenas unas frases de saludo, poco más. Auf wiedersehen, guten abend... ¿Cómo se apañaba? Con una fórmula sencilla: "Lo que no sé, no lo sé y ya está". A Juan le gusta ese país. El trabajo era muy duro, pero siempre llegaba el sobrecito con los marcos. "Menos mal que me fui a Alemania. Allí había de todo. Ibas al supermercado y no tenías más que coger, meter en la cesta y pagar. Muy buena gente. Yo no me he peleado allí con nadie. Y muy querido que estuve en la fábrica. Los jefes no querían que me viniera". Pero en 1983 llegó el momento de jubilarse. El emigrante español, el gastarbeiter que había llegado a principios de los sesenta, agarró la maleta y regresó a su tierra, a su casa de Grazalema.

Vinieron entonces años de paseos por el pueblo, de partidas con los amigos al dominó y a las cartas, a la ronda. Un tiempo tranquilo, apacible, a la sombra de las montañas. Hace un par de años, Juan se cayó. Se rompió la cadera. Pero su voluntad, ese motor que con 45 años lo llevó a un país lejano en busca de una vida mejor, sigue intacta. Cada mañana, con el auxilio de un andador, sale a dar un paseo. Ahora es uno de los escasos españoles vivos que combatieron en la Guerra Civil. "No tomo ninguna medicina. Y la cabeza la tengo muy bien", presume el hombre de más edad entre los vecinos de Grazalema (una mujer le lleva unos meses). Su receta: "Teniendo salud, uno está bien en cualquier lado".

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