Galería del crimen

Ejecutados

  • Tres años después de que la guerrilla desapareciera de la serranía se seguían produciendo secuestros l Uno de ellos acabó con la vida de un joven terrateniente y con el fusilamiento de sus autores

¿Cómo es el momento en el que vas a ser ejecutado? Hemos leído historias de supervivientes atravesados por el pavor. Ese 'me va a ocurrir lo que tarde o temprano me tendría que ocurrir y que ahora no debería ocurrirme . Esa boca de esa pistola no es el destino, es la suplantación del destino'. A continuación, el desafío, el desgarro de la camisa o el miedo insufrible, el desmoronamiento. Luego, la nada. Una impostura del destino con el mismo resultado que el destino. Por tanto, el destino mismo. Cuando Miguel Ángel Blanco fue ejecutado un país entero se echó a la calle horrorizado no tanto por una muerte como por la escenografía de una muerte. Levantábamos manos pintadas de blanco pensando en los últimos momentos de Miguel Ángel, muerto cuando no debía, asesinado por nada. Todo el mundo pensaba en sus últimos segundos, en la boca de una pistola y en él. En el momento en que Miguel Ángel supo que no iba a ser un superviviente.

Hablemos de ello con una historia por delante. El secuestro exprés no lo inventaron los colombianos. El secuestro exprés fue la principal fuente de financiación del maquis en la serranía de Ronda, a ambos lados de la frontera entre Cádiz y Málaga. Los 'echados al monte' realizaron decenas de operaciones de este tipo en los últimos cinco años de la década de los 40. Elegir a la víctima, apresarla, pedir el rescate, cobrar y huir. Golpes rápidos y, a ser posibles, limpios. Esta estrategia generó acciones miméticas de quienes no tenían nada que ver con los guerrilleros y ni tenían que ser golpes rápidos ni necesariamente limpios. Pero en 1953 no había maquis.

Se da por buena la fecha del 20 de diciembre de 1950 para señalar el fin de la guerrilla. Fue ese día cuando los seis hombres que restaban del mermado comando de 'Manolo El Rubio' habían iniciado su huida hacia Tánger y fueron cercados y acribillados en la garganta de El Chorrón. En el cementerio de la población malagueña de Algatocín descansan los últimos restos de una resistencia nacida para perder. 'El Rubio' no iba con ellos y pasó el resto de sus 26 años de derrota en un chozo. En 1953 el maquis no secuestraba.

Pero en 1953 seguía habiendo secuestros. No eran guerrileros, eran bandoleros. O ni una cosa ni otra. Ni una cosa ni otra eran los protagonistas de una historia que rescató en el año 2003 en un artículo el historiador e investigador Jesús Núñez.

Francisco Reyes, el hijo del tuerto Barrocal, era muy joven para haber combatido en la guerra, pero sin duda conocía bien las andanzas de los guerrilleros, que era el principal tema de conversación en pueblos como Alcalá de los Gazules. Con el tiempo, el hijo del tuerto abandonó Alcalá para buscar fortuna cerca del mar. Y se marchó a San Fernando. No encontró fortuna, pero sí a su compinche Jerónimo González, al que relató historias de audacia guerrillera y de dinero fácil. Y Jerónimo le preguntaría al hijo del tuerto por esos terratenientes que podían soltar manteca.

En Alcalá de los Gazules, entonces y ahora, se conoce todo el mundo. Si Reyes se ponía a pensar en qué víctima podía ser más propicia debería pensar en el veterinario, que tenía la suficiente fortuna para gastar parte de ella en levantar un colegio de jesuitas, y en gente de campo, como los Romero, propietarios de la finca El Pradillo, un inmenso territorio entre Alcalá y Casas Viejas. Casi mejor lo segundo. El material lo pondría Jerónimo González, armas Astra de 9 milímetros de los años de la Guerra que circulaban por cada casa. Actuarían como los guerrilleros.

Los dos hombres se plantaron en los alrededores para inspeccionar el terreno. En uno de esos paseos, en los que quizá el hijo del tuerto disfrutara de su regreso a casa mientras palpaba bajo su pantalón la culata de su Astra, se cruzaron con Juan, un lugareño que acarreaba paja. Jovial le saludó Reyes y le pidió agua y Juan se quedó pensando qué hacía ése de nuevo por estos lares después de años sin saber de él y quién sería el huraño desconocido que le acompañaba.

El golpe fue al día siguiente. Se plantaron en la finca de los Romero. Ya habían decidido quién era su hombre: el hijo del dueño de la finca, un joven de 27 años fuertote por el que sentía devoción su padre. Plantaron su Astra en la cabeza de un tractorista, que, ante semejante argumento, indicó dónde se encontraba el joven, Francisco Romero, montando a caballo. A punta de pistola lo descabalgaron y en un escondite le hicieron escribir una carta manuscrita dirigida a su padre en la que se incluiría la cantidad del rescate: 250.000 pesetas. Si los secuestradores tenían conocimiento de que había sido avisada la Guardia Civil, Francisco Romero sería asesinado al momento. Era un calco, incluso en la cantidad del rescate, a las cartas que los guerrilleros enviaban a los familiares de sus víctimas. Utilizaron al tractorista de mensajero y se llevaron a Francisco hasta la guarida que habían seleccionado días antes. Era un lugar paradisiaco situado entre alcornoques y majoletos llamado la Boca de las Puercas. Allí fue donde Francisco identificó al joven que se había marchado de Alcalá buscando fortuna. No quedó claro con posterioridad quién de los dos fue el que descargó su arma sobre la cabeza del secuestrado, pero lo seguro es que allí quedó su cuerpo, en el mismo lugar de la ejecución y donde fue hallado por la Guardia Civil horas después. Detengamos ese instante. Un chico bien de 27 años se enfrenta a un lugareño pordiosero que le apunta con el Astra, o quizá al otro, el buscavidas de San Fernando. Hubo un momento en el que Francisco Romero, que tenía catorce años cuando acabó la guerra que habían ganado los suyos, vio el Astra delante, la boca negra de la pistola vieja. Si hizo algún gesto, si dijo algo, heroico o no heroico, en Boca de las Puercas se quedó.

La muerte había sido innecesaria. La familia del joven había cumplido al pie de la letra las indicaciones de la carta y enviaron a un guarda con el dinero al lugar convenido no mucho tiempo después. Los dos secuestradores lo interceptaron antes, cogieron el dinero y huyeron, afirmándole que esperara en ese lugar, en el que pronto aparecería Francisco. El guarda esperó durante una hora, no muy lejos de donde se encontraba el cadáver del joven.

Aunque en un principio las sospechas recayeron sobre algunos de los maquis sueltos que todavía podían quedar por la zona, el testimonio de Juan, el hombre que dio agua a los secuestradores, fue crucial. Menos de 24 horas después de los hechos la Guardia civil ya estaba en la casa del hijo del tuerto, en San Fernando, y sería el hijo del tuerto el que delatara a Jerónimo, quien tenía debajo de un colchón parte del rescate y el arma de la que habían salido los disparos. No eran guerrilleros, pero fueron juzgados por militares como si lo fueran. Y la pena fue acorde con la máxima del monte de ni heridos ni prisioneros. Los guerrilleros morían. El 29 de agosto regresaron a Alcalá los dos compinches, pero con las manos esposadas. Les esperaba allí un pelotón de fusilamiento. Detengamos ese instante, el momento en el que dos buscavidas descubrían que habían cometido EL error. Están ante una pared y aquí no hay duda de que van a morir. El hijo del tuerto miraría las bocas de las armas del pelotón sabiendo que esto era el fin y es seguro que recordaría el momento en el que Francisco fue ejecutado por ellos. No sabemos qué pensaría ni qué sentiría cuando quizá descargó el Astra sobre su prisionero. El ya había sido verdugo y ahora tenía delante otros verdugos. Por eso quizá él supiera lo que pensaban esos lugareños de uniforme que ahora, en pelotón, apretaban sus gatillos en una gran traca. Pero no ,no sabemos lo que pensaba el hijo del tuerto en ese momento crucial y último. En el fondo, no sabemos nada.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios