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Cádiz

Una familiar finca a orillas de las Cortes

  • Un matrimonio y sus tres hijas se reparten las cuatro plantas del número 7 de la plaza de España, un edificio de 1770

Aparta el visillo y señala hacia fuera. “Esto no tiene precio”. Con estas palabras, Refugio Grosso enmarca la imagen que se contempla desde uno de los cierros de su casa. El imponente monumento a las Cortes de 1812 queda a escasa distancia y, en un segundo plano, aparece, de forma provisional, la ciudad flotante de un crucero.

Todas las mañanas se asoma. Es su ritual. Un ritual que heredó de su madre, que fue testigo, tras esos mismos cristales, de la culminación de la gran escultura de la plaza de España. Y allí también, tras esos mismos cristales y en lo que hoy es un comedor, vino al mundo Refugio.

La actual propietaria de una de las fincas popularmente conocida como Casa de las Cinco Torres nos abre las puertas de su hogar. En él reside junto a su marido, José Ramón De Sobrino, y el matrimonio comparte con sus tres hijas el patio, la escalera y la azotea, pero no el mismo techo. Esta edificación, que fue construida en 1770 como una casa familiar, sigue siéndolo aunque dividida en cuatro viviendas. Una por planta.

La reluciente puerta de la calle se abre. Varias palmeras de interior adornan el encalado patio de este inmueble del siglo XVIII. Lo custodia una pequeña figura de una virgen, y le regala algo más de amplitud un espejo que cuelga en una de las paredes, encima de una robusta mesa de madera y sobre la que varias cartas aguardan a ser abiertas. También hay un tresillo con solera y un antiquísimo fregadero de mármol que ahora cumple la función de macetero.

La serenata de unos pájaros enjaulados y las grandes hojas de varios potos que se precipitan desde las alturas le proporcionan aún más encanto a este espacio. Huele bien.

Desde el primer piso una voz nos invita a subir. La escalera es cómoda, aunque algo inclinada. La puerta está entreabierta, se vislumbra una galería. Recorremos parte de ella y atravesamos otra puerta que queda a la derecha. Refugio Grosso nos recibe en el salón de su vivienda. La acompaña su hija Melele.

Es en esa estancia funcional y decorada al estilo clásico donde la anfitriona cuenta, acomodada en un sofá, que la finca perteneció a su abuela, María del Refugio Portillo y Portillo, de quien cuelga un ostentoso retrato en la pared. La adquirió en 1917, dos años después de fallecer su marido. Y en 1925 los padres de la actual dueña se instalaron en ella. La narradora vivió entre esos muros hasta que cumplió los 14, y años más tarde regresó junto a su marido.

Interrumpe el relato para enseñar la casa y lo que no es la casa. Deja atrás esa sala en la que un tresillo y una mesa redonda de caoba acaparan la mayor parte del espacio, y accede a la habitación contigua, el comedor. Se acerca al cierro y aparta el visillo. “Esto no tiene precio”.

En esa habitación en la que nació, el protagonismo lo asume un señorial aparador de mediados del siglo XIX, muy bien conservado. “Perteneció a mis abuelos. Ellos tenían un palacete en Chiclana, la Casa de los Vea Murguía, y allí estuvo este aparador muchos años. Mis abuelos dejaron la casa palacio para venirse a Cádiz. En ese palacete había unos preciosos leones de mármol que alguien se llevó, y después me enteré de que estaban en el Archivo de Indias de Sevilla...”, recuerda y comparte.

Luego se acerca al mueble para señalar una vajilla. “Cuando se produjo la explosión de Cádiz, mi tía la estaba limpiando y se rompieron algunas piezas”.

En esa habitación se detiene ante más objetos y muebles. Es como un pequeño museo. Nos muestra una pareja de candelabros de plata que heredó de sus antepasados y que en ocasiones presta a la cofradía de la Vera-Cruz. Un pequeño trono de madera que le regaló, cuando tenía cuatro años, un abogado amigo de sus padres. Tres cuadros de bodegones. Un regio sillón de una sola pieza de madera que diseñó su abuelo Manuel Grosso y de cuyas patas sobresalen lagartos. Una bella lámpara de lágrimas que también heredó de sus abuelos, como la sopera que preside la amplia mesa de comedor, de madera de caoba, y que perteneció a sus padres.

También fue de ellos una vitrina que decora el salón y que fue adquirida hace décadas, muchas décadas, en un anticuario por 500 pesetas. Cómo pasa el tiempo... que se lo digan al matrimonio De Sobrino-Grosso, que lleva ya 51 años ejerciendo como tal.

Refugio sigue ejerciendo de anfitriona en su casa, profunda casa, y nos muestra las distintas dependencias. El salón comunica con un sencillo cuarto de estar. En él lucía hasta este verano una amplia estantería que fue construida especialmente para albergar las 180 jarras coleccionadas por Refugio. La estantería se precipitó y pocas piezas salieron indemne del golpe. “Menos mal que la de Viena, que es una de mis preferidas, no se rompió. Ni tampoco la que me trajo mi hermana de México”, sonríe la coleccionista.

Sale de esa estancia y se asoma a la habitación en la que duerme su hermana. “La estamos arreglando”, apunta.

A unos metros se sitúa una cómoda salita de estar, sin grandes atavíos ni señoriales muebles y donde se ha hecho un hueco al ordenador.

En el pasillo se detiene unos instantes ante un espacioso baúl y un precioso armario de soles, elaborado con cedro y pino. Y de su dormitorio señala una cómoda de caoba y limoncillo que perteneció a su padre antes de casarse, cuando aún estaba soltero. También le tiene especial cariño a otro mueble que allí se encuentra, un tocador “de paje”, como dice que se llama.

Los antiquísimos muebles que el matrimonio reparte por su vivienda apenas están marcados por las huellas que el tiempo deja a su paso. En la calidad de los mismos y en el esmero que pone en su limpieza su propietaria está el secreto. “En esta casa hay mucho que frotar y mucho que limpiar. Y del mantenimiento de la finca mejor no hablamos”. Pero habla. Le pedimos que lo haga.

“Cuando hicimos la gran obra para dividir la finca en cuatro viviendas, nada más que me trataba con albañiles”, bromea. Aunque recupera el tono serio para explicar que esta Casa de las Cinco Torres precisa de muchos mimos. “Mi marido y yo hemos dedicado mucho tiempo y también hemos gastado mucho dinero en esta casa, porque siempre hay algo que arreglar. Son 239 metros cuadrados de finca... El patio, por ejemplo, hay que encalarlo todos los años porque hay partes que se descalichan, la instalación de luz y de agua la tuvimos que cambiar, ahora queremos sustituir la montera...”.

Lo que no piensa sustituir la anfitriona es la mesa de la cocina y sus verdes sillas a juego. “Las tengo desde que me casé y les tengo un especial cariño. Llevan 50 años conmigo y no quiero deshacerme de ellas”, dice mientras señala el conjunto.

En la amplia y tradicional cocina predomina el estilo rústico. Contribuyen a ello los regordetes botes de legumbres que descansan sobre una balda sujeta al techo, y también la despensa, que conserva sus puertas originales. A través de la ventana de la cocina se aprecia un pequeño patio, decorado con plantas y en el que se ha construido una barbacoa. Por ese ventanal entra mucha claridad, algo que agradece Grosso, “pues hago mucha vida en la cocina”.

Junto a ella, una puerta nos lleva al cuarto de la plancha, donde llama especialmente la atención una escalera de madera que se pierde en el techo. Esos peldaños comunican con el piso superior, con la casa de Melele, aunque últimamente apenas son pisados.

Enseña el cuarto de baño y termina el recorrido en el otro patio descubierto que posee la morada y donde la ropa se seca. Aunque la joya de la corona se encuentra arriba, en la azotea.

“A veces cierro los ojos y me veo jugando con mis hermanos allí arriba, en el lavadero. Nos bañábamos en las tinajas...”, evoca Grosso.

Ella opta por no subir, pero nos da permiso para hacerlo. La inclinación de la escalera se vuelve más pronunciada en el último tramo, pero merece la pena conquistar la cima.

Una vez la vista se acostumbra al fogonazo de claridad que nos recibe, enfocamos hacia el monumento a Las Cortes. Imponente. Como las copas de los árboles que lo envuelven y como el crucero que descansa en el muelle.

A esa estampa la releva otra. La de la coqueta y conservada torre mirador que corona la propiedad y que le da nombre a la casa. Una torre que ha abandonado su función de vigía y que ahora abre su puerta para dar cobijo a huéspedes. Dos camas aguardan la espera de esas visitas en el interior del torreón.

Y fuera, dos amplias mesas y varias pilas de sillas están siempre disponibles para la familia gestada por Grosso y De Sobrino. Una familia hospitalaria, como la misma finca en la que viven y conviven el matrimonio y sus tres hijas. Eso sí, sin compartir techo.

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