El Rocío

El río detenido de la vida

  • Volvieron las mesas con viandas a las orillas del Guadiamar tras años de exiguos condumios. Triana, Sevilla Sur, El Cerro y el Salvador entran este sábado en la aldea. Macarena ya está llí.

El ruido de un generador eléctrico es la única disonancia auditiva en el páramo silencioso del Quema. Al cobijo de cuatro árboles, varios matrimonios han pasado la noche entre viandas y mantas. Acaban de desayunar y dos mujeres acuden al escusado improvisado tras unas retamas. Un círculo casi perfecto de toallitas húmedas -ya usadas y abandonadas a su suerte sobre la tierra- evidencian que la cena fue bastante copiosa. Llegará el día en el que se reconozca la indispensable aportación de este tipo de papel higiénico a las peregrinaciones. Sirven para lavarse manos, caras y otros miembros de indecorosa exposición pública en recónditos e inoportunos lugares.

Todo esto ocurre poco después de las ocho de la mañana, cuando las penumbras cubren el campo y corre un brisa que hace extrañar cierta ropa de abrigo. Triana desciende por la cuesta que la lleva hasta el Guadiamar, ese río al que el vado del Quema le roba el nombre cada primavera. Caudal que apenas cubre el talón de los peregrinos. Caras con pocas horas de sueño. Gargantas aún no aclaradas. Cantes a media voz. Así entran los rocieros del viejo arrabal por este líquido fluir que evoca los versos de Jorge Manrique. La vida es un río. Y hay que detenerse para sentir la frescura del agua. Saborearla.

Algo así debe pensar Magdalena, una trianera afincada en Aracena que destapa una fiambrera con trozos de brazo gitano para degustación de romeros y espectadores del tránsito fluvial. El mar de la muerte del que hablan los versos manriqueños es literatura poco grata cuando la carreta del simpecado trianero queda parada en mitad de la corriente. Salve, Rocío. Salve, Señora. Luz de Triana. Blanca Paloma. Terminados los cantos, se escuchan los sonoros besos de los peregrinos. Carmín en las mejillas y alguna que otra lágrima que da la estocada definitiva a la pesada somnolencia mañanera.

Se marcha la tribu de cintas verdes y se posa el sol sobre el río. Vuelve el silencio. En una de las márgenes del Guadiamar, una francesa de padre español se sienta con varias paisanas a contemplar la escena. Es natural de una ciudad gala llamada Carcassonne. El nombre con el que se presenta parece sacado de un bautizo rociero: Rosita de Francia. Le hablaron en la Feria de esta universal romería y no se ha pensado dos veces acudir. "Me corre por las venas sangre española". Afirmación de la espectadora gala que resulta demasiado intensa para estar en ayuno.

Es el momento de acudir a la caseta que la familia de los Flores instala todos los años por estas veredas. Gitanos cabales con puesto de buñuelos en la Feria de Abril. Nómadas de recorrido festivo. José, el patriarca, ha puesto a trabajar este Pentecostés a su hija y sobrina. Su mujer ha encontrado "un buen empleo" que la mantiene alejada de estos lares y oficios. El Rocío está siendo mejor que los anteriores. Ha pasado la primera del viernes y a la botella de aguardiente le quedan únicamente dos tragos. Algo impensable años atrás. Las tostadas sólo hacen honor a su nombre por fuera. Platos de tomates con perejil poco picado y tarros de mantequilla con sustancias ajenas. El botellín a dos euros. La jarra de rebujito, a siete. José aún recuerda aquellos años en los que su padre montaba la caseta al otro lado del Guadiamar. Luego la trasladó al emplazamiento actual. Ubicación que irrita a las autoridades. "A mí de aquí nadie me echa, que mi padre estaba antes que el medio ambiente", aclara con rotundidad calé este hostelero de campo.

Las márgenes del río se pueblan de sillas playeras. El asiento al que sacaron provecho los chinos en Semana Santa conoce una nueva versión llegadas estas calendas. Señoras que desde bien temprano dan forma a una carrera oficial de inspiración bucólica. Aquí no se otorga ni un segundo de descanso a la mandíbula. La rosquilla da paso a la patata frita, luego a la empanada y, con suerte, para rematar, a varias porciones de queso. Bajo la exigua sombra acampan las familias que requieren de mesa y mantel para calmar el estómago en este entorno campestre. La memoria se ve obligada a desandar un lustro para recordar tales reuniones donde el condumio se multiplica como el milagro de los panes y los peces. Por volver, han vuelto a estas orillas hasta los vasos de cristal de vino que recuerdan aquellos Rocíos de Möet & Chandon y cigala en mano.

La mañana que empezó fresca se ha vuelto tarde de calor insoportable. Llegan más espectadores con hamacas. Esto parece un domingo de agosto en Matalascañas o Chipiona. Hay neveras y bolsas del Mercadona por doquier. El escaso aire concentra un denso olor a tortilla de patatas, filete empanado y chorizo envasado al vacío.

Por el río, las peregrinas sortean las aguas con el alzado de los volantes hasta el punto exacto donde dejan entrever lo que la vista de más de un curioso intenta adivinar con alevosa mirada. La gente pita, aplaude y vitorea todo lo que llame la atención en estas horas en las que una vez pasada Sevilla Sur y El Cerro se espera la llegada de los peregrinos del Salvador. Son las tres -más tarde que otros años- cuando los rocieros de cintas blancas alzan sus sombreros en la coreografía copiada ya por otras hermandades al pasar estas aguas.

Se van los peregrinos. El gitano Flores recoge la caseta. Se pliegan los asientos de playa. Las neveras, ya vacías, regresan al coche cubierto por una capa de tierra. Se escucha otra vez la corriente del río. La vida fluye.

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