Colombinas

Derramando soberbia y torería

  • Para Romero, la tarde se había quedado en ese todo a una carta del que cerró plaza. Grande e inmensa la tarde de Ventura a lomos de una cuadra impresionante.

DOS triunfos distintos. Válidos los dos, buscados y resueltos con la legitimidad que deja a ambos una intensa tarde de rejoneo. Uno desde el oficio. Otro desde el sufrimiento y la pasión de estar en tu terreno. Por medio, un envite de mano a mano que tuvo cortesía pero también rivalidad. Si no, no se explica por qué Romero estuvo a punto de quedarse sin tarde a costa de atropellar esa razón que se necesita en los momentos justos pero que evidentemente no es amiga de la rivalidad con la que vino Andrés a jugarse este envite de rejoneo.

Una de esas tardes que siempre termina empezando en cada toro, en cada acto donde los hombres a caballo buscan su verdad desde la maestría, desde el arrojo. Incluso desde los fallos y, por encima de todo, de los aciertos.

Pero todos esos argumentos puestos aún de golpe sobre una mesa, a veces no son suficientes para que el triunfo se haga cierto. Se revele como la culminación de unos sueños que son los que hacen caminar el toreo en general, y en particular, una tarde donde las voluntades no son gestos solitarios sino acompasados de la templanza de un animal que también necesita romper en genialidad a través de las riendas.

De todo eso hubo ayer en este día, tan especial para el rejoneo de Huelva, porque a un hombre de Escacena, un torero a caballo que busca los triunfos a fuerza de todos los argumentos que le permite la vida, se lo llevaron por la Puerta Grande y a lo grande. No por las orejas, sino por la honestidad y el sufrimiento con la que fue capaz de abrirla en el último suspiro de una corrida que se iba solitaria camino de La Puebla y al final también se quedó aquí en Huelva.

Todo a una carta. Una partida difícil, pero así es como se le había quedado la tarde a Romero después de las muchas circunstancias de una faena, su primera, en la que los nervios de un compromiso fuerte y recio le llevaron finalmente contra las tablas del callejón. A merced del toro. Caballo y torero. Leña para los dos hasta que la mano más fuerte del mundo, la de un hermano, se llevó al toro del embroque, y el rejón de muerte, las orejas.

La tarde iba genial para Ventura. Milagro había parado el contador del tiempo y volvió sobre sus pasos en un doble quiebro y Chalana había volado a dos pistas, ágil y torera sobre sus pies, sintiendo sobre su vientre el calor de dos pitones.

Entró derecho como una vela el rejón de muerte, pero aun así, el sevillano no se apasionó mucho con el palco cuando éste solamente colocó en sus manos una de las dos orejas que pedía el público. Sabía que quedaban dos toros más, y la tarde, con viento favorable, porque Romero no cortó trofeo alguno en ese primero.

El despliegue de Ventura se concretó frente al tercero de la tarde. Diego no perdona ni en una partida de parchís y a lomos de Cigarrera se apostó en la penumbra de toriles para esperar a otro de los excelentes toros que Fernando Sampedro echó al ruedo de La Merced.

Toda la artillería pesada de su cuadra en el ruedo. Ahí comenzó la lidia impecable de Nazarí, valiente, dominador de los terrenos, arriesgando en esos cambios de sentido con ese excelente caballo casi flotando sobre el albero. Después el espectáculo con Morante, y más tarde, a lomos de Remate, las cortas al violín para derrumbar toda la bravura del toro de un certero rejonazo sin puntilla. Un triunfo de honor al brindis que había hecho a su hijo.

Para Romero, la faena al cuarto fue la transición necesaria donde asentarse. Buscar la confianza entre tantas cosas como habían pasado en su primera lidia. Templar el corazón y escuchar ese aplauso limpio y de cariño que llegaba desde el tendido alto.

Invitó a Palha, y el portugués estuvo bien, con garra y certero. Fácil. Después, Ventura, en otro par de maestro.

Esta vez sí, Andrés remató con celeridad y el palco accedió a esa petición de oreja. Era parte de esa calma que el de Huelva necesitaba, y la guardó para el sexto, con una Puerta Grande a medio abrir pero con la convicción de que aquello sólo iba a tener un camino: el del triunfo.

Era la final de un compromiso fuerte. Una tarde nada fácil y por tanto la alineación titular a escena. Perseo, rememorando portagayolas, marsellés en mano su dueño. Infinito de clase Guajiro. Marcando terrenos, toreando a milímetros de los belfos del toro, chulo, vibrante y compañero genial para el triunfo. Un seguro donde echar mano de la confianza que se necesita en los momentos difíciles y Guajiro volvió a estar ahí, torerísimo y expresivo en esas piruetas que suenan tanto a riesgo inevitable y necesario.

El rejonazo con Chaman provocó la liberación del tendido. Esa que parece ser la del todo acabó, aunque sólo sea un sueño pasajero porque todo esto no hecho sino comenzar.

Fue también justo que el ganadero se fuera a hombros. Que compartiese los laureles que seis toros, serios, bravos y nobles derrocharon sobre el ruedo para honor de su divisa. Gran corrida la de Sampedro. De presencia y de juego. De altanería de toro bravo que nos hace imaginarla embistiendo a capotes y muletas, humillada, el morro por el suelo, como cuando metieron la cara en los capotes de los subalternos. Nobleza y casta de toro bravo viniéndose de lejos al combate. Lástima de pitones romos. Pero gloria también porque por bravos se les tiene después de una corrida donde movieron con alegría y casta su romana. Para que luego digan. Seis de seis.

Y buen puntal para una feria que ayer vivió su segunda Puerta Grande y ojalá hoy conozca la tercera gracias a ese triunvirato de novilleros que prometen tantas cosas. Hoy quizá sea una gran tarde para irse a los toros. Casi apostaría que sí.

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