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Roma

Los primeros ciudadanos

  • Adriano fue emperador en la edad dorada del Imperio siendo sólo un patricio. El ‘andaluz’ de la Bética de cuyo acento se reían en el Senado romano impulsó y extendió los derechos que le permitieron gobernar

Adriano fue el primer emperador romano que se dejó barba. Pero su aspecto físico poco tenía que ver con el de los guerreros cartagineses a los que derrotó Publio Cornelio Escipión siglos atrás en las guerras púnicas, hazañas que facilitaron la entrada de los romanos en Hispania. El Pequeño Griego, como apodaban a Adriano, estaba fascinado por la cultura helena, abandonó su costumbre de afeitarse para asemejarse a los filósofos y convirtió la democracia ateniense en su referente político, favoreciendo su periodo de gobierno en un periodo de paz sin precedentes. La edad dorada de Roma tuvo como artífice a un andaluz de la Bética “un hombre convencido del carácter público de su poder”, comentan los profesores Juan Manuel Cortés y Elena Muñiz, autores de Adriano Augusto.

El nieto de Marulino, un romano que creía en los astros y ejercía su máximo poder sobre los animales, fue motivo de mofa en Roma cuando se presentó ante los senadores hablando latín con un acento ronco hispano que aprendió de su abuelo durante su infancia en lo que hoy es Santiponce, a escasos kilómetros de Sevilla. “La ficción oficial quiere que un emperador romano nazca en Roma, pero yo nací en Itálica. (...) El verdadero lugar de nacimiento es aquél donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias fueron los libros”, relata el emperador en las epístolas redactadas por Marguerite Yourcenar en Memorias de Adriano.

Su formación, en Roma y Atenas, y brillante carrera bajo el manto del emperador Trajano, otro ilustre de la Bética, fue clave para que ascendiera al trono de emperador el hijo de Elio Afer Adriano, un funcionario gris de la Administración romana cuya voz jamás contó en el Senado. Aun así, si el príncipe romano ya en su lecho de muerte no le hubiera adoptado, nunca podría haber alcanzado este estatus. Nerva hizo lo mismo con Trajano y Adriano, posteriormente, lo haría con Marco Aurelio, descendiente de una familia de Gadir, la Cádiz actual. En el siglo II, la adopción era una figura legal que permitía la transmisión del poder y la orfandad no era un requisito, aunque éste se cumplía en Adriano, que reinó entre los años 117 y 138.

Cuatro siglos antes, el hijo de una familia patricia nunca habría llegado a reinar, pues el poder se transmitía hereditariamente y los monarcas eran hechiceros, sacerdotes o jefes militares que medían sus fuerzas en un tiempo mítico que hunde sus raíces en leyendas. “Fue después, en el periodo de la República, cuando se establece un sistema oligárquico en el que se reservaban las principales instituciones para la aristrocracia”, explica el profesor de la Universidad de Granada Cristóbal González Román.

Los emperadores italicenses pertenecían a familias de la aristocracia o patricias. El padre de Trajano fue cónsul y tuvo un papel destacado en el Ejército. Eran descendientes de los fundadores de Roma y pertenecían al grupo social más rico. Convivían con plebeyos, hombres libres con derechos completos desde el siglo III pero que descendían de pueblos vencidos, extranjeros o descendientes ilegítimos; y con clientes y libertos, plebeyos de un tercer escalafón con limitaciones de derechos, y esclavos.

Adriano reinó porque era ciudadano romano de nacimiento. La ciudadanía se convirtió en la base de Roma, un concepto casi idéntico al que hoy se mantiene. Los ciudadanos romanos tenían derechos civiles, entre ellos tener un nombre, hacer testamento, contraer matrimonio y poder emprender acciones judiciales; y también políticos, como el derecho a ser elector y elegible para un cargo público. Y no estaban exentos de obligaciones: el servicio militar y los impuestos.

En el periodo republicano, siglos antes del nacimiento de Adriano, la sociedad había progresado “hacia una comunidad cívica e igualitaria, donde los ciudadanos son quienes eligen a los magistrados, que se encargaban del gobierno, incluidos los dos cónsules de Roma”, añade el profesor granadino. Se cuenta que los aspirantes vestían ropas blancas para demostrar la pureza de sus intenciones, de ahí la palabra candidato, del latín candidus o blanco.

Las asambleas aprobaban las leyes, elegían a sus representantes y estaban formadas por ciudadanos, jerarquizados según su tribu o clase, que se determinaba por la riqueza. El Senado estaba formado por jefes de familias patricias y antiguos magistrados y controlaba a las asambleas.

Pero la sociedad romana, cuando Adriano subió al poder, en plena etapa imperial, había sufrido ya un leve retroceso democrático. Ya no existían asambleas, pero se continuó con la fundación de ciudades en las que Estado romano ponía en práctica el modelo de organización política y social del Imperio de la mano de magistrados y burócratas. “En Pompeya se conservan grafitos donde se insta a los ciudadanos romanos a votar a un determinado candidato y se han encontrado documentos excepcionales, como la Lex Municipal de Málaga donde se describe cómo eran los procesos de elección”, comenta González Román.

En la época actual, Adriano habría sido un político con miles de kilómetros de caravana. Su interés por conocer de cerca los problemas de las provincias y darle soluciones le llevó a viajar por todo el Imperio oriental. Y, al contrario que su antecesor Trajano, cortó la política expansionista y se centró en consolidar las fronteras.

Adriano ya vinculó el culto imperial al de los santuarios. Si para algunos fue un dios, fue un dios humano que incrementó los derechos ciudadanos, estimuló la agricultura y minería y desarrolló el urbanismo. Un emperador con barba que tampoco se parecía en nada a los bárbaros de aquellas hordas germánicas que invadieron la Bética y acabaron con el Imperio Romano y el sueño democrático.

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