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A CIENCIA ABIERTA

Las nuevas catedrales

Apartir de la segunda mitad del siglo XII se desató en Europa un proceso fascinante: la construcción por doquier de inmensas y bellas catedrales. El objetivo final no podía ser menos práctico e intelectualmente más complejo por abstracto: adorar a Dios. En principio, aquello era un dispendio descomunal e injustificado. Sin embargo, había rencillas e intrigas entre señores, obispados y claustros, que podían llegar a la crueldad, para conseguir que se construyera una catedral en una ciudad y no en las vecinas. Para unos, aseguraban trabajo durante décadas, para otros suponía el establecimiento de un mercado periódico con su consiguiente animación de la economía, para todos eran la mayor maravilla que había construido el hombre. Los mejores constructores, vidrieros, carpinteros, etcétera, venían de los lugares más recónditos para participar en aquellas portentosas obras. A nadie se le escapaba otra clase de beneficios colaterales: se aprendían infinidad de destrezas técnicas desconocidas hasta entonces. En medio de casas y palacios edificados con materiales endebles y propensos a la devastación por incendios o riadas, se erguían aquellas majestuosas montañas de piedra labrada y bellamente decorada con vocación de eternidad.

Este verano, el lector tendrá noticia abundante de un hecho sin parangón que se resume en tres letras LHC. Son las siglas del Gran Colisionador de Hadrones, el mayor acelerador de partículas del mundo y de la historia que se ha construido en el CERN, Centro Europeo de Investigaciones Nucleares. A pesar de su nombre, este es el mayor laboratorio de investigación básica que existe: no busca producir energía sino conocimiento. En un túnel de 27 km de largo excavado a 100 metros de profundidad en las cercanías de Ginebra, por canales practicados en portentosos electroimanes superconductores mantenidos en alto vacío y a temperaturas cercanas al cero absoluto, circularán partículas, los hadrones, en sentido opuesto y a la velocidad de la luz. En ciertos puntos, se las hará colisionar con inaudita violencia. La energía liberada se convertirá en nuevas partículas que se estudiarán en inmensos detectores construidos con más hierro que la torre Eiffel. Están alojados en cavidades tan majestuosas que en nada envidian a sugestivas catedrales subterráneas. El gigantesco presupuesto lo pagarán los distintos países europeos en proporción a su riqueza. Ésta retornará en forma de contratos a empresas que, al ganar los exigentes concursos del CERN, se colocarán a la vanguardia mundial de las tecnologías correspondientes.

Con el LHC no se busca la gloria de Dios, sino algo tan complejo y abstracto como el bosón de Higgs, pero tiene tanta espiritualidad como el hecho de acercarse a las condiciones que tuvieron lugar en los primeros instantes del universo. Por eso, los demagogos la llaman la partícula de Dios. El asunto es menos pretencioso y más sencillo: averiguar científicamente y no a fuerza de fe dogmática cuáles son los pilares de la materia de que estamos hechos. Como cuando se construyeron las antiguas catedrales, aprenderemos infinidad de cosas que nos harán más prósperos y, quizá, más libres.

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