Tribuna

Salvador moreno peralta

Arquitecto

La voladura

La voladura La voladura

La voladura / rosell

Si oficialmente establecemos la Transición en 1977 con las primeras elecciones democráticas libres, aquellos que entonces entraban en la mayoría de edad legal tendrían hoy más de 61 años, lo que supone alrededor del 30% de nuestra población, entre hombres y mujeres. Dicho de otro modo, los españoles que pueden tener hoy una idea cabal de lo que fue el tránsito de régimen, su significación y sus dificultades, no alcanza siquiera un tercio de la población de nuestro país. Quizás esto explique lo que parece el intento de voladura incontrolada del mayor período de convivencia pacífica al que habíamos llegado en nuestra historia. Lo bueno y lo malo que le suceda a un país es responsabilidad exclusiva de sus políticos y sus electores, y no de un siniestro "espíritu nacional" que nos anula como individuos conscientes y dueños de nuestros actos. Es cosa de españoles de carne y hueso, y no de fantasmas que, desde la restauración borbónica (o del comienzo de la Edad Moderna) hasta nuestros días, nuestro país parezca recostarse sobre un monstruo dormido, negro y saturnal, que en cualquier momento puede despertarse y devorar a sus hijos, empezando por los mejores; que hayamos tenido preparada siempre una hoguera para quemar en ella la razón, un crucifijo para romper cabezas y una piedra para romper crucifijos; una envidia a punto para destrozar a sus mejores talentos, un exilio desgarrado para darles cobijo y, a la postre, una sepultura a la que acudir en peregrinación. Todo eso es cosa nuestra.

Si somos mímimamente honestos hemos de admitir que siempre hay razones que nos devuelven descarnadamente la responsabilidad a quienes verdaderamente la tenemos, o sea, a nosotros. Por ejemplo, es muy duro leer el libro de Paul Preston Un país traicionado, porque se hace insoportable entender la comunidad a la que perteneces, y su historia, en clave de corrupción, cuando podía entenderse lo mismo de todas, aunque las demás no se dejan, y la nuestra sí. No me cabe duda de que causa de esta claudicación es una fechoría objetiva y concreta, de efectos devastadores, que se ha estado perpetrando ante nuestros ojos, entre el escándalo de algunos y la indiferencia de muchos, con frialdad de sicarios o desparpajo de mentecatos: la sustitución en nuestras aulas de la educación por el adoctrinamiento y, la inconcebible manipulación de la Historia hasta los límites grotescos que la acomodan al cantonalismo autonómico; y algo todavía peor: simplemente anular esa Historia, desconocerla, obviarla, que nunca más la razón histórica se entrometiera en la sinrazón de un presente distópico, concebido para el dominio de una población ciega, sólo guiada por las amenazas de unas consignas bárbaras y sin la protección de algunas certidumbres elementales, como la distinción entre la verdad y la mentira, que disuelve en un relativismo atroz la posibilidad misma de cualquier opción, política o moral.

Los primeros años de la democracia fueron duros. En la calle hubo muchos muertos, y algunas fuerzas que combatieron al franquismo, por asesino, se revelaron más asesinas todavía. En nuestras casas seguíamos discutiendo con nuestros padres, a veces agriamente, porque el nacimiento de nuestro mundo significaba el desmoronamiento del suyo. Poco a poco todo eso ese suavizó, llegó la década de los 90 con los éxitos de Sevilla y Barcelona, un cambio de gobierno pacífico de la derecha a la izquierda y, por primera vez en nuestras vidas, asomábamos la cabeza fuera de nuestro país con orgullo. Desparecieron casi por completo las discusiones políticas de nuestras conversaciones cotidianas, entramos en Europa y nos zambullimos en un esplendor del que entonces no éramos conscientes. Pero con el tiempo el crimen que cometimos en nuestras aulas nos empezó a pasar factura. Echamos a la calle una generación de "gente preparada" pero cultural y críticamente jibarizada, desafecta de su país y presta a la huída, para quienes la Historia de España, la reciente, y no digamos la pasada, eran vergüenzas que tapar como el embarazo inocultable de una violación. Esa insensata ignorancia fue la que, desenterrando sus sarcófagos, devolvió la voz y la vida a las momias de la España negra. A las instituciones del Estado -de las que dependen nuestras vidas y haciendas- llegaron los productos de la barbarie incubada, muchas de nuestras amigables tertulias se deshicieron, la cordialidad de los simpáticos chats devino en agria trifulca de burradas ortográficas y de golpe, muchos caímos en el puñetero barranco de la nostalgia, que es la antesala de lo irremediable.

Esperemos al menos que, escondido entre tanta barbarie, se esté acopiando para el futuro otro archivo de la Memoria Histórica, pero esta vez del presente. Sabremos entonces quiénes fueron los verdaderos culpables de que en España se esté haciendo añicos esa convivencia que tanto nos costó recuperar, y que muchos queremos seguir manteniendo con el mismo espíritu displicente con el que aquellos simpáticos americanos de Wilde trataban al patético fantasma de Canterville.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios