Tribuna

Manuel bustos rodríguez

Catedrático Emérito de la Universidad CEU-San Pablo

La universidad y sus cambios

La fragmentación del saber, a costa de la innegable relación de sus partes, se ha convertido en una característica de nuestras universidades

La universidad y sus cambios La universidad y sus cambios

La universidad y sus cambios / rosell

No puede negarse que vivimos cambios hondos y rápidos. Personas e instituciones se ven afectadas en diverso grado por ellos. Unos se adaptan y otros se van quedando al borde del camino. Participamos de una especie de huida hacia adelante, que apenas nos permite pararnos a distinguir con claridad los pros y los contras. Todo es hablar de reinventarse, de responder en positivo a los nuevos retos, de aprovechar las oportunidades que se nos brindan. Renovarse o morir.

Ignoramos con frecuencia tres cosas. Una, que no todos los cambios a que nos someten los tiempos son para mejorar. Dos, que todos llevan sobre sí peajes, a veces más duros de lo que nos dicen aliviar. Y tres, que no siempre los cambios nos obligan, ni son inexorables; podemos resistirnos a ellos. Somos nosotros quienes los impulsamos con nuestra creencia de que nos permitirán vivir mejor, más cómodos y más felices.

Dicho lo cual, me propongo hablar esta vez de la universidad, una de esas instituciones atravesadas de pleno por cambios profundos, sin ánimo de ser exhaustivo, y tras 48 años de servicio en ella. Comencemos por el propio concepto. Hace tiempo que dejaron de ser las únicas depositarias del saber hondo, así como de los conocimientos especializados y de vanguardia. Estos últimos están repartidos hoy entre numerosas instancias extrauniversitarias. Ocurre así, entre otras cosas, gracias a los cientos de másteres y posgrados impartidos por toda clase de instituciones, lobbies y empresas, cuyo coste no siempre se justifica por lo que ofrecen. El hipotético alumno-cliente se ve ante una oferta amplia, pero desorientadora y equívoca. Solo el mercado decide a la larga cuáles de estos estudios son válidos para sus fines.

Para no quedarse atrás, la universidad se ha entregado a su vez con fruición a proponer toda una amplia gama de estudios muy especializados, que no formaban parte de su oferta tradicional. Y no solo en el posgrado, con titulaciones que hacen a veces sonreír, sino en sus propias carreras. De otro lado, estudios específicos y técnicos, que solo a duras penas dan para cuatro años consecutivos, forman ya parte de su oferta. La fragmentación del saber, a costa de la innegable relación de sus partes, se ha convertido en una característica de nuestras universidades. Lo que Ortega denunciara hace poco más de un siglo, se agrandó con el paso del tiempo.

Esta especialización podría entenderse si la secundaria y el bachillerato que los preceden, sometidos durante años al juego de los intereses político-ideológicos, fuesen base solida para los alumnos en aquellos contenidos de carácter más formativo y general. Pero sabemos que no es así. En ciencias y letras, la queja de los profesores es siempre la misma: los escasos o inexistentes fundamentos sobre los que colocar los conocimientos que corresponde a la universidad impartir. Ha sido preciso bajar los niveles de exigencia. La presencia de graduados semi analfabetos, a pesar de las enormes posibilidades ofrecidas por las nuevas tecnologías, o quizá a causa de ellas, dejó hace tiempo de ser una excepción.

La mayor facilidad para acceder a la universidad y el paro endémico que sufren los jóvenes colabora asimismo a un claro descenso en la formación y el saber. La carrera se ha convertido en un salvoconducto necesario para concurrir al mercado laboral, aunque solo sea para lograr un puesto que no lo exige. Forma parte, pues, del bagaje curricular de los aspirantes a encontrar trabajo.

Sin embargo, a pesar de sus deficiencias, esta institución sigue atrayendo a muchos jóvenes y no tan jóvenes a trabajar en ella, aunque sea de manera precaria, y a un número de alumnos superior al que debería. Guarda todavía un halo cierto de prestigio: no tener hoy carrera equivale a no poseer el graduado o el bachillerado elemental de antes. Esto, en unión a la internacionalización de los estudios y a los cursos en línea (on-line) y para mayores, constituye un contrapeso cierto a la ampliación del número de universidades y a la caída demográfica que les pondrá a mayor prueba en los próximos años.

Pero si la penetración de las nuevas tecnologías, poderosamente reforzada a raíz de la pandemia, ha permitido ampliar el número de alumnos y atraer profesores de todas las latitudes, no es menos cierto que está produciendo una desnaturalización progresiva de nuestra universidad, pues no se trata solo de la transmisión de conocimientos, sino de crear en ella un entorno socializador y privilegiado de encuentro, que enriquezca y ayude a madurar a quienes acuden a él.

A pesar de las optimistas palabras de los expertos en telemática, sustitutos del predominio de los pedagogos, no se vislumbran horizontes claros para una institución nacida hace más de ocho siglos, en riesgo de convertirse hoy en algo muy distinto de lo que constituyera el motivo de su nacimiento y de lo que ha venido siendo durante un largo espacio de tiempo.

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