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Tribuna

Juan Carlos Rodríguez

En el 250 aniversario del general Sénarmont

Hace treinta años, el profesor Juan Torrejón Chaves visitó el Palacio de Versalles. Allí, en la galería dedicada a los generales muertos en el campo de batalla vio un busto de un general condecorado con una gran cruz sobre una urna de mármol: “Tué devant Cadix, le 26 octobre 1810”, decía su inscripción. Ese “muerto frente a Cádiz” –no hay que suponer mucho más– atrajo lógicamente la atención del hoy catedrático de Historia Económica de la Universidad de Cádiz. Aquel general de división, nacido en Estrasburgo en 1769, era Alexandre-Antoine Hureau de Sénarmont, comandante en jefe de la Artillería napoleónica en España hasta su muerte hace exactamente 209 años. De él el profesor Torrejón lo sabe todo. Aunque realmente pocos conocen como él al ejército napoleónico que combatió, como dicen los franceses, en la guerra de España.

Ese “devant Cadix”, luego lo supo, era la Chiclana ocupada por las tropas napoleónicas. En concreto, Sénarmont cayó atravesado por un obús en el reducto “Villate”, en el que se encontraba la más avanzada de las baterías francesas que acosaba el cauce del caño de Sancti Petri y las posiciones defensivas españolas en la Isla de León. Aquel reducto “Villate” carece hoy de una identificación exacta, según la cartografía y los planos de la época. Lo más probable es que estuviera en el camino del Molino Nuevo. Los españoles, una vez que los franceses abandonaron el bloqueo por tierra sobre Cádiz, destruyeron todo rastro de aquellas baterías. Este 250 aniversario del nacimiento de Sénarmont es oportuno para dar con aquel reducto… y recorrer aquellas baterías, o lo que quede de ella.

Este viernes, la Asociación Pro Fundación Batalla de La Barrosa invitó a Juan Torrejón Chaves a la ermita de Santa Ana, donde estaba situada la más importante de las baterías francesas –y que recibiría tras su muerte el nombre de “fuerte Sénarmont”– y donde aquel general, gloria y orgullo del ejército imperial napoleónico, fue enterrado por el rito católico junto a dos de los oficiales de su estado mayor, el coronel Degennes y el capitán Pinondelle. Así que, por primera vez, sobre la propia ermita de Torcuato Cayón, el profesor Torrejón tuvo la oportunidad de recorrer la vida, la obra, la muerte y el enterramiento de Sénarmont el 28 de octubre de 1810, 250 años después de su nacimiento. En el libro de entierros nº 14 de la Iglesia Mayor se conserva la licencia de enterramiento de aquellos tres oficiales firmada por el párroco Nicolás Martínez.

Antes tuvo lugar el funeral: “El más espléndido que se haya celebrado nunca Chiclana”, proclamó Juan Torrejón. En una reconstrucción del cortejo fúnebre aquel 28 de octubre, el profesor Torrejón lo recorrió desde la casa de José de Retortillo, como se nombra a la casa palacio del Conde de Torres, donde fueron velados los cadáveres. “Comenzó a las diez de la mañana, presidido por el general Villate, la artillería efectuó una salva de cinco disparos de cañón y la tropa una descarga general de fusilería”, explicó. Los cortejos –el militar, el religioso, el de duelo y el de honor– se pusieron en marcha en dirección a la iglesia de San Telmo en un itinerario que abría un piquete de Caballería y que en la documentación francesa a la que ha accedido el profesor Torrejón aparece como calle de las Huertas –la actual Jesús Nazareno–, Larga, Plaza Mayor, Huerta Chica y Plaza del Puente, pero que debía continuar por La Fuente hasta una iglesia de San Telmo entonces en el límite urbano de la ciudad.

“Cuando la comitiva llegó a San Telmo, los tres cuerpos fueron depositados sobre un catafalco elevado sobre gradas. El templo había sido revestido de negro y las águilas de los Regimientos tenían colocados crespones de luto”, explicó Torrejón. También sostiene que, seguramente, la iglesia de San Telmo no ha vivido una celebración con el boato y el esplendor de aquella. A la altura de un general por la que todo el ejército imperial llevó luto un mes. El ascenso a la ermita de Santa Ana, entonces “extramuros” de la villa, fue igual de espléndido. Bajo el altar, en una única tumba, se depositaron los tres cuerpos. Excepto el corazón de Sénarmont, embalsamado por Antoine Laurent Apollinaire Fée, entonces joven oficial de Farmacia, reclamado por Napoleón en París. Dos jinetes, uno de ellos el coronel Bergé, lo llevaron en un viaje que Torrejón imagina épico, apasionante y peligroso, atravesando todo el país y media Francia para depositarlo en una funeraria en el Panteón de París, junto a los grandes hombres del Imperio.

Torrejón, por supuesto, habló de la carta en la que el hermano de Sénarmont le pide en 1823 al general Tirlet, comandante superior de Artillería de los “Cien mil hijos de San Luis”, que repatrie los restos hasta Francia. Tirlet le responde que el “insensato populacho” ha profanado la tumba y esparcido al viento los restos tras la salida de las tropas francesas en agosto de 1812. El catedrático no cree que aún estén los restos bajo las losas de mármol de Santa Ana. Pero, ¿y si estuvieran? Sea como sea, lo que necesitamos es recuperar el rastro de la Guerra de la Independencia en nuestro callejero y en nuestra historia.

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