Tribuna

Alfonso Lazo

Historiador

UN silencio comprensible

UN silencio comprensible UN silencio comprensible

UN silencio comprensible

Hay silencios culpables que buscan esconder pecados o crímenes horribles; y hay silencios comprensibles si ya no se tienen palabras para iluminar una situación. Hoy escribo aquí sobre esta segunda forma de silencio y busco su porqué, con respeto, con deseo de ayudar.

Hemos escuchado de Ella apenas unas palabras de condolencia, apenas algún pequeño gesto espontáneo bien preparado. Pero no se trata de indiferencia y menos de hipocresía: su gente fiel y sus ministros, llenos de esa compasión sincera que siempre falta en los poderes burocráticos, han hecho un esfuerzo enorme para socorrer a los aplastados por el desastre. Y, sin embargo, no ha sabido encontrar palabras de sabiduría y consuelo que expliquen la pandemia. ¿Cómo es posible ese silencio en una institución cuyo objetivo más alto es la Palabra, el Logos, el Verbo?

El cristianismo desde sus orígenes tuvo una formidable capacidad de adaptación al medio. Primero pareció tan sólo una secta judía tenida por blasfema; luego, en el siglo II, se helenizó haciendo suya buena parte de la filosofía pagana; a partir de Teodosio llegó a mimetizarse con el Imperio Romano; después, con los reinos bárbaros, el mundo de la Edad Media, el Barroco… Únicamente a mediados del siglo XVIII se hicieron visibles las grietas que se abrían entre Iglesia y sociedad. Los pontificados de Pío IX, Pío X y Pío XII confirmaron la ruptura. La Iglesia se había quedado sin discurso. Todavía en 1800 los sacerdotes podían presentar una epidemia de cólera en Sevilla como castigo divino. Hoy, ese argumento resultaría impronunciable. De ahí su silencio, de ahí su pérdida de prestigio. O quizás al revés: pérdida de prestigio, pérdida de palabras comprensibles en el siglo XXI, pérdida del Verbo. ¿Por qué?

La inmutabilidad del dogma, a diferencia de la constante revisión de las tesis científicas, ha metido la teología en un callejón sin salida; baste recordar que a mediados del siglo XIX eran de obligada aceptación la literalidad de Adán y Eva, el arca de Noé o la ballena de Jonás. Pero lo paradójico es que en nuestro tiempo a ningún sacerdote se le ocurriría predicar sobre tales historias fabulosas. O sea, que los dogmas sí evolucionan, por mucho que algunos prelados se nieguen a reconocerlo, lo cual provoca que incluso científicos de alto rango pero ignorantes de la Historia sigan viendo en el cristianismo un compendio de leyendas disparatadas. En 1954 el teólogo Karl Rahner, hablando de la petrificación del dogmas y la posibilidad de a partir de él seguir avanzando en su significado, escribía: "No es ilícito si con el progresar de la Historia el movimiento intelectual se aleja de la fórmula alcanzada para volver a encontrarla tal como era antes". Buena salida. Tal vez, la solución sea tan sencilla como no ver en los dogmas el final cerrado de una discusión, sino el principio de otra.

También el devenir de la Historia ha provocado en la vida de la Iglesia cambios no menos contradictorios. Al principio estaban los Mandamientos de la Ley de Dios y la revelación de Cristo como fuente de creencia y de moral. El paso del tiempo llevó a inevitables aclaraciones y disposiciones acerca de tales mandamientos: fueron, y son, los Mandamientos de la Iglesia, cada vez más numerosos e imperativos hasta el punto de que en la práctica de la comunidad cristiana parecen haberse colocado sobre la misma Ley de Dios "Mi carga es ligera y mi yugo suave" había dicho Jesús que nunca fue un asceta, mientras la jerarquía eclesiástica iba acumulando preceptos y obligaciones cada vez más complejos sobre las espaldas de sus hijos. La moral cristiana dejaba de ser alegre y libre convirtiendo al Dios del amor en una entidad dura y rigurosa que reclamaba penitencia y sufrimientos. En el camino se fueron perdiendo así muchos consejos amables: Si no puedes ser perfecto "haz lo que puedas"', dice el autor anónimo de la Didaché en el siglo II; y el Maestro Eckhart a comienzo del siglo XIV: "Si tienes voluntad clara y sólo te faltan las fuerzas, en lo que concierne a Dios lo has cumplido todo".

Ignoro los secretos vaticanos, si bien he leído las obras de Ratzinger, tan intelectual y racionalista, tan interesado en aclarar que Dios no hace milagros extravagantes; tan preocupado por recuperar para la fe a la intelectualidad de Europa. Es posible que el Papa emérito vea a la Iglesia más como sabia consejera que como maestra disciplinaria. Sería el primer paso para la recuperación de un lenguaje perdido.

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