Urgente Afligidos suspende su salida este Jueves Santo en Cádiz

Jueves Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Jueves Santo y Madrugada en la Semana Santa de Cádiz 2024

Tribuna

javier gonzález-cotta

Escritor y periodista

El mundial ha muerto

El mundial ha muerto El mundial ha muerto

El mundial ha muerto / rosell

El mundo mide en verdad entre 68 y 70 centímetros de circunferencia y pesa entre 410 y 450 gramos. Sabíamos que todas las razas del mundo caben dentro de la cámara de un balón de fútbol. Pero quizá lo que desconocíamos es lo que la regla número 2 del reglamento especifica sobre lo que ha de medir y pesar la tornadiza esfera.

Cuando nuestro equipo gana creemos firmemente que la gloria -sea lo que sea ese extraño fluido- exprime su materia en el interior de un balón. Pero quizá esos 68 ó 70 centímetros de circunferencia sean demasiados. El revolucionario José Martí dijo que la gloria cabía en un simple grano de maíz.

El balón es también un ente espiritual, pero está pasado de peso. Dicen que el alma pesa 21 gramos cuando todos, llegado el feliz día, expiramos y finamos. De modo que al balón (nadie duda que tiene alma propia) le sobran de 429 a 389 gramos de peso. El hombre acuciado por la tiniebla siempre ha identificado a Dios con un triángulo amenazante sobre su cabeza. Pero hace ya tiempo que sabemos que Dios es redondo (Juan Villoro) y que el fútbol es la única religión verdadera que no admite ateos (Eduardo Galeano). Y lo sabemos muchísimo antes de que la divinidad se petrificara en la mano de Maradona en el Mundial de México 86.

En los partidos del Mundial de Rusia se nos ofrecen gráficos y porcentajes de discutible interés (jamás se ofrecen datos del número de escupitajos que lanzan los jugadores a la hierba). No obstante, como pasatiempo particular, uno se pasa los partidos del Mundial pensando en estos otros datos referidos al peso y al grosor de la pelota según establece la citada regla número 2.

Un buen rematador de cabeza sabe marcar los tres tiempos y elevarse en suspensión para no volver a posar las botas sobre la grávida condena del mundo. Esto sólo le ocurre al arcángel Gabriel y al alado rematador que asciende por encima de la hierba mortal. Algo parecido nos ocurre ahora, justo cuando estamos viendo un partido y nos elevamos en suspensión sobre el pasto quemado. Llamémoslo nostalgia.

La melancolía no es un estado, es un estadio. El fútbol es presente (a menudo voraz y despiadado). Pero, citando ornamentalmente a Faulkner, el pasado nunca es pasado y ni siquiera podemos enterrarlo como pasado. Si el fútbol es presente es porque, en el fondo, no deja de ser una vasta conjugación del pasado. No nos referimos al pasado como la historia oficial de los Mundiales ni como el gran apéndice del sentimiento trágico de la Liga (Fernando Iwasaki). Hablamos de nuestra propia historia personal.

Por eso uno ahora, por muchos partidos del Mundial que vea, siempre acaba recordando dónde empezó todo. Cada uno es hijo -probablemente bastardo- de su tiempo. De modo que el particular forofo que nos habita siempre acaba volviendo al Mundial de Argentina 78. La infancia se desbroza en miles y miles de papelinas que revolotean, como impreso granizo, sobre el estado de River Plate en Buenos Aires. El drama representa la final entre el anfitrión albiceleste y aquella Holanda color butano de los hermanos Van der Kerkhof. Muy cerca, en la Escuela de Mecánica de la Armada, tiene lugar el verdadero drama que se representa como formidable ironía. Torturados y torturadores celebran al unísono los goles de Mario Alberto Kempes y Ricardo Daniel Bertoni.

Bien es cierto que este detalle escabroso lo hemos conocido muchos años después. Pero lo que nadie nos quita es la preciosidad de la dicha: recordar el primer Mundial. Con ocho años, pegado a una televisión marca Telefunken, uno sigue asegurando hoy por hoy que estuvo allí, en el foro de River. Pasados ya otros cuarenta años, sentados frente al plasma líquido de casa, creemos sentir que el viaje es lo más parecido a la añorada moviola. Por eso uno vuelve a deshacerse como viruta y se convierte en papelina, una sola de entre las miles de papelinas que se lanzaron aquel 15 de julio de 1978 desde el coliseo de los dictadores. Somos por tanto el peso del alma, el peso de una simple papelina: 21 gramos.

Para muchos el Mundial ha perdido su mágico atributo como ciclo de vida y de siembra en el tiempo cada cuatro años. El Mundial se ha mundializado. Nuestra atención sólo atiende a la Liga propia y a las hazañas europeas (incluso el Trofeo Colombino nos despierta un feliz pellizco de fervor). ¿La selección española? Nos parece una recluta de extranjeros. Nada que ver con nuestro equipo de fútbol, al que le debemos, por este orden, la fatalidad y la alegría. Ni que decir tiene que no se trata de ningún desafecto patrio ni de ninguna blandura provocada por el influjo de los mezquinos traidores.

Después del Mundial de Argentina 78 vino el de España 82. Los tiempos, como los iconos, han cambiado con insólita crudeza. En la ceremonia de inauguración de España 82 un niño rubio abrió un balón que medía de 68 a 70 centímetros de circunferencia y pesaba entre 410 y 450 gramos. Liberó una blanca paloma de dentro. Todo el mundo sabe hoy que las palomas son ratas del aire que lo ensucian todo.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios