Tribuna

FRancisco núñez roldán

Historiador

La muerte, eclipsada

Sea o no una tragedia para el hombre, oculta a nuestro pensamiento porque nos aflige y nos duele, la muerte, según Montaigne, es "el acto más relevante de la vida humana"

La muerte, eclipsada La muerte, eclipsada

La muerte, eclipsada / rosell

Caminar es un ejercicio saludable y placentero cuando te acompaña un paseo de palmeras, acacias, naranjos y jacarandas. Y cuando la rutina te asedia, una emoción te libera. Semanas atrás encontré a lo largo de una acera un grafiti repetido que decía: "Aquí había un árbol", rematado por una flecha cuya dirección indicaba un tronco cortado casi a ras de tierra. La obviedad del mensaje, una forma velada de protesta, lo hacía innecesario, y pensé que el autor anónimo podría haber elegido una opción más combativa: "A árbol caído, árbol nuevo" o "replantar es la solución". O bien, al toparse con aquellos restos, tendría que haber pensado en la muerte que espera a todos los seres vivos, como el colofón necesario de la vida. Pues ni los hombres, ni los animales, ni los árboles son inmortales ni eternos; son seres con historia.

No obstante, su conducta se inserta en el contexto cultural actual, en el que se ha extendido la antigua idea de que la muerte no existe o no acecha o está demasiado lejos, de acuerdo con lo que enseñó Epicuro: "Mientras se vive, no existe la muerte y cuando la muerte se presenta, entonces no existimos". Sea o no una tragedia para el hombre, oculta a nuestro pensamiento porque nos aflige y nos duele, la muerte, según Montaigne, "el acto más relevante de la vida humana", ha sido tratada históricamente desde todos los ámbitos: la antropología, el arte, la historia, la medicina, la literatura, el ensayo filosófico, ético, moral y religioso, etcétera.

Es universal el temor a la muerte. Cómo proceder para amortiguarlo es un asunto controvertido. Para Epicuro, la muerte es el no sentir, luego no hay que angustiarse esperándola. Por el contrario, el estoicismo de Séneca aconsejaba "aguardar a la muerte en todo lugar porque es incierto el lugar en que la muerte te aguarda". Y aguardarla exigía estar preparado, haciendo necesaria una pedagogía de la muerte: "Es una gran cosa aprender a morir, aunque parezca superfluo aprender aquello que nos ha de ser útil una sola vez. Hay que aprender continuamente aquella lección que no podemos saber si la hemos aprendido o no". La Cristiandad hizo suya la pedagogía incorporando un sentido sobrenatural y trascendente de la muerte: pues Cristo la venció con su resurrección "¿dónde está, oh muerte, tu victoria!" clamaba San Pablo. Con esta esperanza se concedió al creyente la certeza de que la muerte ya no es el último acto de la vida humana, sino un tránsito hacia la vida eterna y la contemplación de Dios.

Desde esta perspectiva se explica la difusión en la Edad Media de los ars moriendi, guías que preparaban al cristiano para ese paso no exento de angustia y de miedo. Vivir y morir en gracia y eludir al demonio en el instante de la agonía facilitaba la salvación. La misericordia de Dios haría el resto. El temor a la muerte se trasladó a un foco más temible aún: la condenación eterna. La literatura de la muerte proliferó durante la Edad Moderna y se propagó desde los púlpitos y confesonarios. Y no sólo la Iglesia lideró tan enorme tarea cultural. Los escritores laicos jugaron un papel decisivo: Alejo Venegas publicó en 1537, con influencias erasmistas, Agonía del tránsito de la muerte, que conoció siete ediciones en su siglo y numerosas reimpresiones posteriores, lo que da idea de la enorme preocupación social por el bien morir. Por su parte, Quevedo, en La cuna y la sepultura, partiendo de la lectura del libro de Job, al mismo tiempo que entendía como vulgar el miedo a la muerte, insistía en la idea de que ella ocupa todo el tiempo de la vida pues "a la par empiezas a nacer y morir". Tan estoica para tiempos recios como la expresada por Mañara, para quien el hombre, "llorando entra en el mundo, en trabajos vive y con dolor muere".

La muerte triunfó en Europa mientras persistieron las grandes calamidades: epidemias, hambrunas y guerras, y una altísima mortalidad infantil. Su omnipresencia retrocedió a lo largo del XIX y el XX gracias al progreso económico, tecnológico y sanitario. El siglo XXI, arrumbados Dios y el diablo, tendrá que aceptar la muerte como natural e ineludible, haciéndola digna y serena, y no podrá rehuir el debate sobre la eutanasia. Entretanto, el éxito de la vida ha impregnado tanto la mentalidad que la muerte parece haber desaparecido del horizonte inmediato. Se entiende así que nunca haya sido tan popular el inicio del verso horaciano, Carpe diem, que se proclama como respuesta y contrapeso a nuestro futuro mortal; el olvido como terapia.

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