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Tribuna

César romero

Escritor

Las otras lenguas muertas

Las otras lenguas muertas Las otras lenguas muertas

Las otras lenguas muertas

Hay personas que apenas se fijan en las palabras, sólo las usan como medio para comunicarse. Hay otras que sí lo hacen, y a veces parecen poner más atención en ellas que en el fin último de expresarse. Es como la red en el tenis: la mayoría no repara en ella, sólo ve pasar la pelota de una parte a otra de la pista, pero hay para quien buena parte de las palabras tocan esa red, como algunas pelotas, y durante una milésima de segundo no sabe si van a caer a un lado o al otro. No necesariamente quienes así obran son gentes que viven de ellas (filólogos, editores, periodistas, escritores, etc.); es más, hay bastantes que trabajan con ellas y todas les resultan indiferentes, intercambiables (algo que quizá sirva para distinguir al escribidor del escritor, aunque a ambos se los llame lo segundo). Son personas con esa curiosidad, o esa tara, que parecen quedarse colgadas momentáneamente de las palabras, más acá de lo que quieran decir.

Las palabras son reveladoras. Hay giros, expresiones, acuñaciones que están tan ligadas a un tiempo, o a un lugar, que acaban delatando a quienes las usan, por más que pretendan maquillar su edad o su origen. En esto, también por la boca mueren los peces. Ese "ojú" que pronuncia espontáneamente el actor cuya dicción parecía propia de un vallisoletano, ese "cónchile" que expele a destiempo la señora embutida de silicona y bótox, ese canturreo mental que sobreviene cuando se oye a alguien decir en voz alta el número 22, denotan que uno se crió por la Baja Andalucía, que otra, por más que su cara aparente sesenta, ya hace mucho que superó dicha edad y que quien canturrea para sí vio cierto programa de entretenimiento televisivo de hace ya demasiadas décadas.

Hay expresiones ligadas a personas. En la vida pública son cientos los ejemplos. "Mis circunstancias" (erróneamente, porque debería ser en singular), ¿quién no la asocia a Ortega (y Gasset, para la mayoría)? ¿Quién queda "a las cinco en punto de la tarde" y no piensa en Lorca (o en Sánchez Mejías)? ¿Alguien puede enumerar la sangre y el sudor sin añadir las lágrimas (de manera incompleta, pues casi siempre se olvida el esfuerzo o denuedo de la célebre alocución de Churchill)? Y en las vidas privadas no digamos. De hecho, cuando algunos allegados comienzan a faltar y el tiempo ineluctable va borrando sus voces de nuestra memoria, son estas muletillas o expresiones las que nos los devuelven. Todos guardamos palabras de quienes se fueron y repetírnoslas resucita brevemente en nuestro fuero íntimo más sus tonos y gestos que sus cuerpos, como si sólo en esos giros tan personales volvieran a ser quienes eran. Para los demás, también cada uno de nosotros tenemos, tendremos, ciertas expresiones que nos definen y que nos harán presentes cuando ya no estemos.

Las relaciones personales se construyen sobre palabras, que las sostienen y van creando un entramado con vida propia. Cada relación tiene sus palabras, diferentes, únicas. Los hermanos tienen una lengua común y la usan cuando se juntan, y hay familias políticas que lo viven como si estuvieran en un país extranjero y no hacen nada por aprender los rudimentos de ese idioma, y nunca acaban de familiarizarse, y otras que se esfuerzan por entender o compartir parte de esa lengua ajena. Y qué decir de las lenguas propias de las relaciones amorosas. Cada pareja va creando su idioma propio: palabras que para el común son neutras, o no implican nada más, para los emparejados están cargadas de otro valor. Si el amor se acaba, tal vez alguno vuelva a usar una de esas expresiones, quizá movido por el despecho, quizá porque nunca se fijó en ellas. Pero si no quiere traicionar lo que fue y ya no es, tenderá a evitar esas palabras y creará otra lengua con su nueva pareja. Quien haya sido enamoradizo, algo picaflor, irá viendo cómo el idioma se le va agostando, cómo se le van quedando en el trastero demasiadas palabras como desvanecidas, cargadas de reminiscencias que desalientan su uso. ¿Adónde irán todas esas lenguas abandonadas? No es de extrañar que los viejos se queden a veces tan ensimismados. La biología lo atribuirá a los achaques físicos, al fallo de los procesos químicos, pero en verdad quizá sólo sea que sus biografías, cuando oyen tal palabra o cual expresión, los remitan a cierta persona que ya se fue, y que esas ausencias vayan poblando sus cabezas de tantas lenguas propias muertas, tan cargadas de connotaciones ya incompartibles con nadie, que casi no les queden palabras vivas con las que comunicarse, y seguir muriendo.

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