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Tribuna

MANUEL BUSTOS rodríguez

Catedrático de Historia Moderna de la UCA

La heterodoxia vinculante

La heterodoxia vinculante La heterodoxia vinculante

La heterodoxia vinculante / rosell

Muchos se preguntan cómo pueden aceptarse socialmente ideas y comportamientos otrora minoritarios, que contradicen principios y convicciones sólidamente establecidos, sin importar la debilidad de sus argumentos ni el daño causado por su asimilación. Dicho de otra forma: ¿qué ha sucedido para que, no obstante su carácter heterodoxo y falta de lógica, se nos impongan? ¿Será que no estaban bien fundamentados los valores sustituidos? ¿Acaso eran solo producto de un mero cumplimiento? ¿O simplemente se ha venido trabajando para extirparlos, mediante una insistente propaganda y el apoyo del poder político, económico y cultural, hasta lograr su extrañamiento y castigar a quien todavía se atreva con su defensa? Tales fuerzas, sin duda, son hoy muy fuertes; pero no bastarían por sí solas para producir semejante descalabro. Se ha necesitado por tanto de una propuesta global sustitutoria. Las personas no pueden vivir sin alternativa, aunque sea frágil e inconsistente, a lo que arrinconan.

Viene al caso referir aquí lo que, hace algunos años, escribía Richard John Neuhaus: cuando la ortodoxia pasa a ser opcional, la heterodoxia acaba siendo obligatoria. Y esto es básicamente lo que nos ha pasado: lo ortodoxo se ha convertido en minoritario y lo heterodoxo en su contrario.

Mirando la historia europea del último siglo, nos percatamos de cómo, poco a poco, aunque no de forma lineal e inequívoca, la religión (no nos referimos en exclusiva a su jerarquía) ha ido perdiendo progresivamente su influencia cultural y social.

Si tenemos en cuenta que ella, en nuestro contexto la cristiana, basada en la Revelación, la razón y la ley natural, aportó a quienes nos han precedido e, incluso, a nosotros mismos, junto a sus dogmas propios, una manera de entender al ser humano, tanto en su relación con Dios como con sus congéneres, configurando por su medio toda una moral y una conducta, su rechazo no podía sino crear un vacío, que las grandes ideologías, totalitarias en su mayoría, pretendieron llenar. Tal fue la empresa del nacionalsocialismo, del anarquismo en cierta manera, y por supuesto del marxismo, este de forma mucho más prolongada e influyente. Fracasadas, aunque reaparezcan bajo nuevo formato, en su propósito de configurar un hombre y una sociedad nuevos al margen de Dios, las últimas décadas del siglo XX y lo que va del actual, han contemplado, a pesar de todo, el surgimiento con fuerza de otras ideologías, remedo en parte de las anteriores, llamadas a ocupar su espacio mutándose. Así sucede, grosso modo, con la denominada ideología de género, un cóctel variopinto de propuestas sobre la naturaleza del hombre a partir de determinados principios acientíficos, llamada a construir el nuevo paradigma que necesitaría la sociedad. Para ejercer su influencia cultural y concretarse en leyes, han sido necesarios algunos pasos previos y paralelos.

El vacío religioso a que nos referíamos ha tenido indudables repercusiones morales. Al principio vino el intento de llenarlo mediante una ética laica, cuyas huellas fueron visibles sobre todo en los marxistas de primera hora y en los ateos decimonónicos (así, Fermín Salvochea). Pero, con el tiempo, se ha visto incapaz de fundamentar una alternativa sólida a los valores y la moral inspirados en la religión cristiana. La sustitución de su legado a partir de los sesenta, a través de la negación del límite y de la autoridad, ha creado una cultura, cuya base se podría resumir en un procúrate la gratificación instantánea porque tú-lo-vales, al margen del mérito que se pudiera tener para merecerla.

De ahí parte una política, aceptada miméticamente por casi todos los partidos, que aboga por convertir el deseo en derecho, con tal que venga avalada por una mayoría parlamentaria, al margen de cualesquiera principios éticos trascendentes y/o inmutables propuestos desde fuera, capaces de poner techo, y que el Estado se viese obligado a defender.

Pero esta misma falta de fundamento, esa inconsciencia consentida, conduce a la vez, inexorablemente, a una nueva tiranía, a un nuevo totalitarismo. Recordemos a Dostoyevski: si Dios no existe, todo está permitido. Por tanto, a falta de principios sólidos, los individuos quedan a merced del grupo o la ideología, que por cauces burdos o sofisticados se imponga al resto, con los medios que el poder ponga a su alcance. Cualquier heterodoxia podrá convertirse en regla, ya que la pretendida neutralidad del Estado es inexistente. Su éxito estriba en que la mayoría social apenas notará su imposición, pues al no basarse en una fuerza visible, se aplicará de manera subrepticia sobre una masa previamente desvinculada, a la que se halaga y consiente satisfacer sus inclinaciones, mientras se condena o persigue a quienes le ponen trabas. Así el Estado conserva su capacidad para concentrar su acción en otros asuntos de su interés, mientras se asegura la aceptación de sus gobernados.

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