Tribuna

aNTONIO PORRAS NADALES

Catedrático de Derecho Constitucional

Estados de emergencia

Estados de emergencia Estados de emergencia

Estados de emergencia / rosell

No es ninguna sorpresa comprobar que los juristas, como otros científicos sociales, solemos trabajar sobre modelos teóricos dotados de una lógica noble, actuando al final como si el mundo real no existiera. O sea que, si la realidad no se ajusta a tales modelos, lo que falla es la realidad, no la teoría.

Semejante paradoja se viene repitiendo a partir de las valoraciones judiciales sobre la declaración del estado de alarma. En principio, los juristas solemos actuar sobre calificaciones puramente formales o cualitativas, donde alarma equivaldría a emergencia sanitaria, excepción a emergencia terrorista, y sitio a emergencia bélica, conforme a una codificación que deducimos de la Ley Orgánica de 1981. O sea, no utilizamos un elemental criterio alternativo de codificación gradual o cuantitativa, perfectamente ajustable a la realidad, según el cual alarma significaría emergencia leve, excepción emergencia mediana y sitio emergencia máxima.

Así el paso de uno a otro modelo no lo explicamos mediante una ponderación gradual conforme a la gravedad de la situación real, sino en base a criterios formales y apriorísticos de carácter cualitativo. Y desde esa perspectiva no llegamos a entender que, aunque generada por un factor sanitario, la crisis producida por el virus del covid ha desbordado ampliamente sus dimensiones sanitarias para convertirse en una crisis global de impacto social, económico, e incluso civilizatorio. Calificar lo que hemos pasado como estado de alarma es como empeñarse en utilizar un insecticida anti-mosquitos para un bicho del tamaño de un dragón. El estado de alarma era insuficiente para atender la emergencia, y por eso en realidad lo que hemos tenido es un estado de excepción camuflado bajo el rótulo formal de estado de alarma.

Imaginemos que el árbitro de un partido de fútbol utiliza distintas tarjetas pasa sancionar las faltas de los jugadores, según que éstas hayan sido cometidas con la pierna, con el brazo o con la cabeza ¿Sería correcto manejarse con este criterio puramente formal? ¿O más bien lo que el árbitro debe sancionar es la gravedad o intensidad de la falta -o sea, un criterio cuantitativo- para así ponderar el tipo de sanción a aplicar en forma de tarjeta?

Que las categorías formales definidas en la desfasada y anticuada ley de 1981 se consideren como postulados superiores establecidos sub especie eternitatis, viene a ser al final un simple reflejo de nuestra tradicional cultura jurídica, asumida a lo largo de generaciones, donde las categorías formales se consideran válidas y predominantes por sí mismas sin necesidad de enfrentarlas a la realidad. Por eso hemos identificado de forma primaria emergencia sanitaria con estado de alarma. Y ahora resulta que la realidad no nos cuadra con ese rótulo: un confinamiento generalizado de largos meses, con suspensión efectiva de ciertos derechos fundamentales y alteración en el funcionamiento normal de nuestras instituciones centrales no era, evidentemente un estado de alarma sino algo mucho más gordo.

A estas alturas no cabe ya en la cabeza pensar que el miedo a la noción de estado de excepción proceda todavía de los resabios frente a las remotas situaciones de excepción del régimen franquista; o sea, de ese bucle melancólico del pasado remoto que parece autoalimentarse con tanta memoria histórica. Porque lo mejor que se puede hacer ante leyes desfasadas como la de 1981 es reformarlas de forma inmediata para readaptarlas de forma pragmática a la realidad cambiante.

Que nuestros inspirados dirigentes no hayan tenido tiempo para caer en semejante obviedad sólo se explica desde el conjunto de prejuicios mentales y metodológicos que conforman en España nuestra tradicional formación académica y profesional como juristas. Una formación de tipo formalista, mantenida en el tiempo durante generaciones, que refleja una filosofía de inevitable aroma conservador y que se asienta sobre recitativos memorísticos de normas preestablecidas, teóricamente dotadas de una pretendida autorracionalidad. Un conjunto de prejuicios culturales que sigue cabalgando en la actualidad como se demuestra en las memorísticas oposiciones que se celebran periódicamente para seleccionar a nuestros cuerpos de burócratas y otros profesionales del mundo del derecho.

Todo lo cual nos lleva al final a encarar colectivamente la realidad mediante unas anteojeras jurídico-formales que eliminan todo pragmatismo a la hora de valorar tal realidad. Y si al final los juristas no sabemos encarar la realidad, si nos seguimos refugiando en nuestras rutinarias categorías formales dotadas de una pretendida racionalidad destinada a mantenerse a lo largo del tiempo, nuestra percepción de los cambios que trae consigo la historia durante estas procelosas décadas iniciales del siglo XXI será la propia de un mundo de ciegos.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios