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Tribuna

Alfonso lazo

Historiador

Los devotos del volcán

Los devotos del volcán Los devotos del volcán

Los devotos del volcán

Antes de la llegada de los primeros europeos, tribus aborígenes del Pacífico veneraban un volcán en permanente erupción. Era Dios. Cuando el volcán hacía temblar la tierra y ríos de lava amenazaban las aldeas, los indígenas pensaban que habían pecado contra Dios y le ofrecían sacrificios para apaciguarlo; en algunas islas se trataba de sacrificios humanos. Nunca sacrificios de animales salvajes: el tigre, la nocturna pantera negra de la jungla, la gran ballena que bordeaba las costas resoplando, el poderoso búfalo de los pantanos eran criaturas privilegiadas de la deidad, muy por encima de los seres humanos pecadores y dañinos; por eso eran sacrificados a la vista de los inocentes animales hijos de Dios.

Sin embargo, obra de los misioneros, a principios del siglo XX ya aquellas tribus oceánicas habían abandonado su primitiva veneración de los volcanes y de otras fuerzas de la naturaleza para abrazar el cristianismo. Lo que nadie pudo haber previsto entonces fue que en el siglo XXI Europa apostatase del cristianismo para hacer suyas las creencias aborígenes y neolíticas de aquellos pueblos de las antípodas. No hace mucho, el profesor Núñez Roldán escribía en este periódico sobre el asombro de una misa funeraria en la que el oficiante, lejos de hablar del Dios cristiano y de la promesa de una resurrección, habría predicado sobre la necesaria reverencia a la Madre Tierra. Una "Ecoiglesia con sacerdotes revestidos de casullas verdes", me dice el profesor Núñez.

No niego el atractivo de los volcanes, incluso para propiciar pensamientos complejos y profundos. En 1925 el joven Adorno pasó una larga temporada en Capri, donde a la vista del Vesubio y tomándolo como referente de su pensamiento comenzó la elaboración de una filosofía que pronto iba a hacerlo famoso en el alto mundo intelectual de la época. Pero pensar filosóficamente sobre el Vesubio nada tiene que ver con una adoración devota.

Hacia el año 60, Pablo de Tarso escribía a las primeras comunidades cristianas de Corinto de esta manera: "Si Cristo no hubiera resucitado seríamos los más estúpidos de los hombres". Sin duda: hay que ser muy necio para adorar a un dios muerto y enterrado; de hecho, sólo cabe una estulticia mayor: venerar a una deidad que nunca ha estado viva, que no siente ni padece, ni siquiera sabe que existe y que para colmo le atribuimos rígidos preceptos morales, dogmas de obligado cumplimiento, Índice de lectura y expresiones prohibidas, inquisidores y una cosmovisión en la que el hombre ocupa el último lugar de los seres vivos. Cuando Jesús nació en Galilea unos marineros contaron que al circundar cierta isla del Mediterráneo escucharon una voz que gritaba: "El gran dios Pan ha muerto". Una hermosa leyenda: los dioses paganos se retiraban dando paso al Dios que nos trae una esperanza de resurrección para todos. Por desgracia, después de dos mil años Europa regresa más allá de sus orígenes. En España se nota mucho y surgen inquietantes paralelismos.

Puesto que fui durante 40 años una víctima directa del nacionalcatolicismo reconozco ahora su semejanza con la religión de la Madre Tierra. Vivimos, como en los tiempos de la Iglesia nacionalcatólica española, unos permanentes ejercicios espirituales; antes, predicados desde el púlpito y ahora, desde la pantalla del televisor. Una constante amenaza de las llamas del infierno por parte de aquellos curas, idéntico al machaqueo del calentamiento global que nos abrasará a todos el último día. El nacional-catolicismo nos quería devolver a la Edad Media; los predicadores de la Madre Tierra pretenden que regresemos al Neolítico. Triste destino de una generación de españoles que sufrió una inquisición religiosa (nada que ver con el auténtico cristianismo), trajo la libertad de la democracia y en su ancianidad se ve obligada a vivir bajo los supuestos mandatos de un no-dios.

Porque Dios podrá existir o no existir, y tanto el ateísmo como creer en una Trascendencia son posiciones coherentes. En las antiguas religiones que veneraban a la naturaleza había, en efecto, racionalidad y coherencia puesto que las fuerzas naturales eran vistas como seres vivos que escuchaban, castigaban o premiaban. Pero en el siglo XXI nadie puede creer que un volcán o una fuente sean entidades que nos escuchan. No hemos regresado, pues, a la prehistoria, más bien Europa se ha convertido en una adoradora de la nada, y para no asustarse ante ese vacío absoluto le da el nombre de Madre Tierra. Triste autoengaño.

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