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Tribuna

Manuel J. Lombardo

Profesor de la Universidad de Sevilla y crítico de cine

El cine contra Michael Jackson

'Leaving Neverland' es una nueva muestra de la tendencia al juicio sumarísimo que, en aras de la defensa de una causa noble, prolifera en esta era de la posverdad

El cine contra Michael Jackson El cine contra Michael Jackson

El cine contra Michael Jackson

Una vez más, un documental vuelve a ser objeto de polémica por las razones equivocadas. Leaving Neverland, producción de HBO estrenada este fin de semana pasado en #0 (Movistar+), revela supuestamente la verdad incontestable sobre los abusos sexuales a menores cometidos por Michael Jackson (1958-2009) en su rancho de California, paraíso lúdico a la altura de sus delirios infantiloides convertido en espacio de pesadilla para los niños que por allí pasaron seducidos por el brillo del astro del pop previo consentimiento paterno.

Dos de ellos, Wade Robson y James Shafechuck, confiesan ahora ante la cámara de Dan Reed lo que en su momento negaron ante un juez hasta en dos ocasiones (1993 y 2005): que la estrella mantuvo relaciones sexuales con ellos cuando apenas tenían 7 años de edad y durante un largo periodo de tiempo. La revelación ha vuelto a poner el turbio asunto en el centro de la opinión pública y ha provocado incluso que algunas emisoras de radio, seguramente presas del terror poscensor, hayan anunciado que retirarán de su repertorio cualquier canción del autor de Thriller.

Pero nada de eso debería interesar al experto cinematográfico más allá de la fe en ambos testimonios filmados. Y la fe, ya se sabe, es una cuestión personal. Se trata aquí, por el contrario, de desentrañar cómo las estrategias discursivas de este documental no aportan ningún otro material probatorio más allá de esos relatos y los de sus familiares cercanos, lo que deja una vez más a la intemperie pública a Jackson con el agravante de que ya no puede defenderse.

¿Nos parecen creíbles esos testimonios? Desde luego, lo cual no es suficiente en términos de verdad documental. Sin duda atraído por la verosimilitud emocional de los mismos y por las coincidencias entre ambos, Reed se entrega con generosidad de metraje a insistir, con esa tendencia propia del regodeo algo morboso, en los pequeños detalles que hacen de la confesión a cámara (editada) una irrefutable prueba de verdad.

Pero la verdad, también se sabe, es siempre muy tozuda, y este documental tan bienintencionado como monódico se queda lejos de revelarla. Ni una prueba judicial, ni un testimonio en contrario, ni siquiera una mínima declaración del entorno del cantante que tal vez puedan cuestionar la palabra y el gesto de los dos denunciantes mediáticos.

Leaving Neverlandnos interesa pues como nueva muestra de la tendencia al juicio sumarísimo y sin pruebas sólidas que, en aras de la defensa de una causa noble (y ninguna más noble que la denuncia de los abusos infantiles), prolifera en esta era de la posverdad en la que el efecto de las lágrimas o el relato compungido son más devastadores que cualquier sentencia en firme, incluso si, como sabemos, es posible que en los juicios celebrados contra Jackson se llegara a sustanciosos acuerdos económicos entre las partes.

Nos interesa como nueva confirmación de que, en términos cinematográficos, aún hay, incluso entre la crítica especializada, quien cree que "documental" es igual a "verdad", algo que ya quedó desmontado desde los orígenes mismos del término con aquel Nanook, el esquimal (1922) en el que Robert Flaherty dirigió y maquilló la realidad inuit a su antojo con tal de representarla con la mayor veracidad posible en la pantalla.

Viendo y escuchando a Robson y Shafechuck uno puede pensar en efecto que todo lo que cuentan con pelos y señales puede ser "la verdad", de la misma manera que también vienen a la memoria documentales heterodoxos como La delgada línea azul, de Errol Morris, o Jogo de cena, de Eduardo Coutinho, en los que la tozudez de la investigación y la reconstrucción de uno, y la habilidad para la falsificación emocional del otro, confirmaban que el camino para llegar a la certeza puede ser tan largo y asendereado como relativamente fácil de manipular y simular ante una cámara.

Llegados a este punto, no se trata ya de dilucidar si Michael Jackson fue una buena o una mala persona o si, como parece, sus tendencias sexuales eran claramente psicopatológicas, deleznables y delictivas; mucho menos, como parece que ahora toca, que eso conlleve una pena de ostracismo para su brillante legado musical.

Se trata, como casi siempre en esta era de imágenes, discursos y relatos mediados, de aprender de nuevo a ver y escuchar los documentales y conocer cómo la manera en la que están hechos, mal hechos en este caso, es la clave para convencer o no a unos espectadores cada vez más crédulos e impresionables.

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