Tribuna

Maite aragón

Directora de 'Revista Mercurio'

El arte de elegir sandías. Y libros gordos

El arte de elegir sandías. Y libros gordos El arte de elegir sandías. Y libros gordos

El arte de elegir sandías. Y libros gordos / rOSELL

Yo no sé elegir sandías. Acaban de pedirme que compre una. Es una capacidad que me parece un misterio, como si para saber hacerlo hubiera que fluir con las claves ocultas de la naturaleza, con los ritmos que conectan el latido y las mareas, el saber del que entiende cómo se manifiesta la tierra y sus frutos. Es verano. Cada estación, cuando respetas los ritmos estacionales, tiene un sabor. El verano del Mediterráneo sabe a sandía, a melón, a uvas... Yo nunca he sabido elegir sandías. Pero, desde que era niña, el verano me sabe a las tajadas frescas y dulces de la fruta que otros han elegido para mí con la sabiduría natural de la que yo carezco.

Necesitamos vacaciones y, mientras hacemos las maletas, coqueteamos con la idílica imagen del verano, la del cielo azul, el reposo, la siesta, la playa o la piscina, para aliviar el solivianto del calor. Soñamos con la idea de los pies descalzos sobre la arena, la grava o el barro fresco, esa imagen que se repite a millares y que los filtros de la famosa red social nos han grabado a fuego en la psique; ese referente de anuncio de cerveza con atardecer incluido y gente guapa sonriente; y a eso nos hemos lanzado. Borrando la realidad de este año y medio, como si nada hubiera existido y todo hubiera acabado. Acudimos en tropel a coleccionar fotos, sin vivir momentos, porque es preferible intentar reproducir la mentira publicitaria que asumir que hoy nada tiene que ver con los trucos que te devuelven los filtros y sin los que somos incapaces de soportar la realidad. Sería preferible enterrar el móvil, en vez de la sandía en la orilla de la playa para que se mantenga fresca, y con él la esclavitud a la conexión, a la continua emisión de imagen con filtro y ubicación. Con suerte se nos pierde como se nos ha perdido alguna vez la oronda sandía; y su desaparición nos da la lección de que la independencia es posible, aunque no lo parezca.

El verano también sabe a libro. A lectura prolongada. Es el único momento del año donde nos podemos permitir ese lujo sin las interferencias del cansancio que empaña la lectura con el sueño. Recuerdo cuando era una preadolescente devora libros y mi madre, a la que le parecía excelente mi afición a la lectura, pero también peligroso el exceso de la misma, me instaba a comprobar que la vida también era eso que ocurría fuera de las páginas. Y yo lo intentaba, pero no podía. Y a estas alturas aún no sé elegir sandías, pero sí sé elegir libros. Para mí, para los demás y para llenar una librería. Y también es una capacidad para la que hace falta fluir con unas claves ocultas. De lo mejor de las vacaciones siempre ha sido el placer de preparar la lista de títulos para meter en el equipaje, sacrificando algo de ropa con tal de que cupieran más libros en la maleta. Por indecisión y por tener la seguridad de que nunca faltara lectura en todo el viaje. Tener espíritu de librería ambulante y acabar, de mil amores, ejerciendo de librera on the road. Los libros no volverían todos. Solo aquellos que fueran a quedarse conmigo para siempre; los demás irían quedando por el camino, pasando a otras manos, o quedando en calles o alojamientos. Porque la ficción es lo único que tiene la capacidad de arrebatarnos, desactivar al yo, despojarnos de nosotros mismos. Y, durante la lectura, todo el entorno parece desvanecerse. Ése es el verdadero descanso. Las verdaderas vacaciones. Transportarnos a otro mundo y, mientras, pasar subidos a una página de papel, con las capacidades mágicas de la alfombra voladora, sobre las ascuas ardientes de cualquier realidad abrasadora, como las que hoy vivimos, y salir indemnes; o ganarle un día a la muerte, como la Sherezade de Las mil y una noches, agarrados al hilo de la historia como al hilo de su voz hipnótica.

No toda la lectura es edificante ni todos los libros valen. Pero un buen reto para difuminar otro verano de incertidumbres sería embarcarse en una lectura de más de 500 páginas. Si los gordos normalmente asustan, es porque son unos incomprendidos. Pero, con los años, son los más memorables. Por eso es importante hacerlo con método.

Instrucciones para enfrentarse a un libro gordo: 1. Asegúrate de que el tamaño de la letra es adecuado a tu vista. 2. Evalúa el peso de la edición, es necesario que sea un libro portátil. 3. Divide el número de páginas por el número de días libres de los que dispones. 4. Asegúrate de que el tema y la trama sea de tu interés. 5. Una vez lo hayas comenzado, asegúrate de que, más o menos, vas cumpliendo tus objetivos y de que disfrutas haciéndolo. Si así no fuera, ¡abandona y busca otro! Porque, como dice mi gran amigo y compañero de aventura Joaquín Sovilla, "hay vidas que nunca vivirás, léelas" Si la lectura no fuera de tu agrado, ni se te ocurra sentirte obligada u obligado a terminarla como un castigo. Hoy me he decidido a aprender y he preguntado a una mujer con sabiduría de campo cómo elegir sandías: apasionante. Sin embargo, recuerda que, da igual el momento del año en que comiences un libro, la lectura tiene el poder de convertir el tiempo en vacaciones.

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