Tribuna

Antonio porras nadales

Catedrático de Derecho Constitucional

Síndrome de Estocolmo

En realidad sólo nos cabe ya unir nuestros corazones y aplaudir todos al unísono para agradecer a nuestras autoridades por los favores recibidos

Lo que en su momento fue una gran novedad para la psicología social, el llamado Síndrome de Estocolmo, parece haberse instalado ya como una categoría normalizada en el contexto histórico del presente. Y así nos sucede a los españoles que después de la horrible vorágine del miedo colectivo que hemos pasado, sólo se nos suscita un gran agradecimiento hacia los benévolos gobernantes que nos han sacado del abismo. Sobre todo, cuando éstos se nos aparecen casi diariamente en nuestras televisiones, a modo del famoso Hallo Presidente latinoamericano: gobernantes llenos de meliflua bondad y rebosantes de amor hacia todos.

Porque en estos momentos de emoción colectiva sólo nos queda la satisfacción de haber sobrevivido (de momento). Y en esta perturbada perspectiva, ¿quién se acuerda ya de los detalles? Aunque no sepamos ni la cifra exacta de fallecidos por la pandemia, ni cuantos ancianos quedaron olvidados en sus residencias, ni cuántos seguimos todavía contaminados por el virus, ¿qué importancia tienen ahora algunos detalles secundarios ya pasados: como que nuestros gobernantes se dejaran estafar por alguna empresa pirata china, o que la descoordinación haya sido monumental, o que se haya ido improvisando en todo y dando palos de ciego? Es el momento de mirar hacia el futuro con ilusión y esperanza, con la satisfacción de saber que hemos sobrevivido.

De entrada, debemos sentirnos satisfechos porque en todo momento hemos sido dirigidos por los "expertos": lástima que nuestros gobernantes no sepan todavía que los expertos, para ser tales y auténticamente expertos, deben ser "independientes"; o sea, que no pueden ser altos funcionarios de la Administración. Porque en ese caso no sabemos si actúan como expertos independientes o más bien como obedientes burócratas al servicio de los gobernantes.

También debemos sentirnos satisfechos porque hemos dado un gran paso adelante al descubrir una nueva categoría, la de la cogobernanza. Sin duda, un hallazgo destinado a configurar nuestro futuro. Lástima que nuestros gobernantes no sepan todavía que la noción de gobernanza expresa, por sí misma, la idea de una coordinación entre diversas esferas institucionales. Así que hablar de cogobernanza viene a ser lo mismo que si hablamos de cocoordinación, o sea, una absoluta redundancia.

Con razón decían algunos viejos gobernantes que a lo único que había que tenerle miedo es al miedo mismo. Porque precisamente el miedo es el principal instrumento de corrosión de la democracia, aquello que nos autojustifica colectivamente a la hora de renunciar a nuestra libertad para alcanzar a cambio algo de seguridad: el instrumento que en el pasado han utilizado cuantos dictadores en el mundo han sido para doblegar a sus pueblos.

Qué lejanos ya aquellos gloriosos tiempos en que el gran Voltaire se permitía protestar en nombre de la Razón y de la dignidad humana contra las fuerzas desencadenadas de la naturaleza, a propósito del terremoto de Lisboa. Hoy las fuerzas de la naturaleza parecen sustituidas por hipótesis conspiranoicas, como que el virus procede de Bill Gates, Georges Soros o de algún laboratorio chino. Y menos mal que no se ha aparecido por medio Aznar, que si no… ¿Realmente hay alguien que apueste coherentemente por protestar frente a esta angustiosa realidad?

Pensar que la razón o la dignidad humana puedan tener hoy algún sentido, que la libertad o la democracia sean valores que debemos defender activamente, seguramente es algo perfectamente secundario y prescindible a estas alturas. Lo importante es que hay una ventanita iluminada en la Moncloa desde donde nuestro bendito presidente vela día y noche por nosotros. ¿Qué sentido tiene en este contexto andarse con zarandajas democráticas, como las críticas de la oposición parlamentaria, las alternativas de gobierno o, incluso, las investigaciones judiciales? En realidad sólo nos cabe ya unir nuestros corazones y aplaudir todos al unísono para agradecer a nuestras autoridades por los favores recibidos. Este parece ser el auténtico bagaje de partida con el que encaramos el incierto escenario de la llamada "nueva normalidad".

El Síndrome de Estocolmo cabalga desenfrenado a lomos del coronavirus, como cabalgó hace siglos el caballo de Atila, arrasando cuanto encontraba a su paso. Y a ver si ahora somos capaces de organizarnos colectivamente para hacerle frente, o si más bien preferimos dejarlo todo en manos de nuestros gobernantes. Total, con todo lo que hemos pasado, a cualquiera le puede parecer que ya hemos sufrido bastante.

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