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Tribuna

Esteban fernández-Hinojosa

Médico

Pócimas mágicas

Ya en 1975 Ivan Illich denunció la medicalización de la vida y la muerte, los costos sanitarios fuera de control o la creciente oleada de pacientes reducidos a meros consumidores

Pócimas mágicas Pócimas mágicas

Pócimas mágicas / rosell

Se repite a menudo en artículos de divulgación publicados por revistas de la importancia de The Economist que la curación del cáncer es sólo cuestión de tiempo. Si es verdad que el progreso médico iniciado a partir de la década de 1950 fue incuestionable, ahora pocas cosas indican que vaya a continuar ad infinitum hasta acabar con todas las plagas, y que entonces nadie muera de cáncer. Con el desarrollo de los sistemas nacionales de salud europeos, después de la Segunda Guerra Mundial, se precipitó una suerte de edad de oro de la medicina en la que aparecieron de forma masiva antibióticos y eficaces vacunas, se produjeron auténticas innovaciones en cirugía y en anestesia, y se inició el camino hacia la cobertura sanitaria universal. El mismo Laín Entralgo, en el homenaje que la Real Academia de Medicina le rindió en 1997, recordaba con nostalgia aquellos años en que la medicina ofrecía curación a multitud de enfermedades, los pacientes sentían gratitud y respeto a raudales, y el médico gozaba de verdadera admiración. Pero aquel renacimiento médico inició su declive a finales de la década de 1970.

Ya en 1975 Ivan Illich denunció en su obra Medical Nemesis la medicalización de la vida y la muerte, los costos sanitarios fuera de control o la creciente oleada de pacientes reducidos a meros consumidores. Hoy es el médico y escritor británico Seamus O'Mahony quien habla del imperio de la industria Big Science, que ha hecho de la asistencia sanitaria su equipo de ventas y, al mismo tiempo, ha devaluado el papel originario de la medicina. Su libro Can Medicine Be Cured?, publicado el pasado mes de abril (no traducido), hace referencia a la edad de la decepción más que a la edad de oro, a la era de expectativas no cumplidas y poco realistas, al gerencialismo sanitario desaforado… Y, aunque se pase de pegada, su lectura invita a preguntarse si algo de razón no asistiría a Illich respecto de la amenaza que, según él, el sistema sanitario representaba para la salud.

Cierta divulgación médica no aclara que, entre los factores más influyentes en la longevidad y la calidad de vida, la asistencia sanitaria representa sólo -según las estimaciones más optimistas- la sexta parte en comparación con lo que supone la educación, el medio ambiente, la higiene, los hábitos dietéticos, la vivienda o la salud mental, verdaderos promotores de la vida saludable y contrarios al sufrimiento. No en vano, se ha dicho que el código postal influye más en la salud que el código genético. Por otro lado, cuando se habla del coste de un nuevo fármaco no se debería eludir el "coste de oportunidad": los recursos que hay que detraer de esas otras condiciones mencionadas. Si salud significa salvación de lo mórbido y vicioso, ¿cómo preservar estas condiciones para una vida saludable? Debemos permanecer atentos a que nuestras vulnerables democracias no abdiquen en su papel fundamental de proteger esos ámbitos cívicos favorables. Y, entre ellos, el ámbito de la familia, que mucho más que una elemental unidad de consumo, representa una inagotable fuente de bienestar fundamental, con capacidad sin igual para el aprendizaje de la confianza ontológica, del sano psiquismo, del servicio verdaderamente personalizado de los padres hacia los hijos y, andando el tiempo, de estos a sus seniles progenitores.

Al margen de ideologías, los economistas de la salud saben que para recuperar el valor de las inversiones sanitarias es necesario ofrecer tratamientos eficaces a quienes no tienen acceso a ellos antes que financiar pócimas mágicas de beneficios exiguos y precios desorbitados, que además tienden a aumentar la desigualdad; por cierto, tan deletérea para desfavorecidos como para afortunados. ¿Y si se logra curar el cáncer? Seguiríamos encontrando el último descanso de la mano de la fragilidad que va conformando nuestra naturaleza corporal a medida que se acerca a la edad de los Patriarcas. El aumento producido en la esperanza de vida alarga, a su vez, el período de enfermedad y dependencia, lo que supone mayor desgaste emocional y patrimonial. Pero esto no debería alentar la cháchara elevada y vacua de la ideología cientifista entregada a la racionalidad científica para difundir falsas esperanzas. Compartimos las palabras de R. Esteban Duque en la introducción a su excelente ensayo Ética biomédica, "no me hago la ilusión de que la ciencia resuelva al hombre". Tampoco incurriríamos en ingenuidad ni en futilidad alguna al inclinarnos ante una ética de la excelencia -de la que apenas se dice una palabra- que trascienda el nivel de lo material y se oriente al ámbito de lo cualitativo, de los afectos, y, sobre todo, de los cuidados sin tasa, actitudes no sólo saludables, sino que sin ellas no habrá salvación posible para el mundo senil que se avecina.

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