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Tribuna

José Antonio González Alcantud

Catedrático de Antropología Social

Finlandia y nosotros

Los finlandeses durante décadas se han preparado para lo peor, y eso les da unas ventajas innegables en el actual baile geoestratégico: no están desprevenidos

Finlandia y nosotros Finlandia y nosotros

Finlandia y nosotros / rosell

Para los andaluces, y para los españoles en general, Finlandia fue siempre un exotismo, que ahora se balancea entre la numerosa comunidad de ciudadanos fineses que se tuestan en Fuengirola al sol del Mediterráneo, y un país donde noche y día duran meses, en el que sus lagos helados pueden ser transitados en invierno por carreteras trazadas en la superficie helada, y en verano nos sobrecogen con sus aguas negras, negrísimas. País no tanto de contrastes en plural, como del contraste, donde se pasa de blanco níveo al negro sin transición, y del sol eterno a la noche perenne.

Visité varias veces el país báltico, pero muy en particular en el año 1998, con motivo de los pequeños fastos que conmemoraban el suicidio de Ángel Ganivet, el granadino sui generis, habituado a convertir en pensamiento axiológico todo lo que tocaba. Lo hice en primavera, verano, otoño e invierno, permitiéndome apreciar sus cambios extremos, y engolfarme con su melancolía elemental a lo Sibelius. Ganivet, cuya casa familiar yo dirigía a la sazón, tuvo un modelo de escritura que ha sido llamada "compulsiva", para indicar que en muy pocos años comprimió toda su producción en un proceso creativo explosivo, siempre vinculado a su experiencia viajera. Téngase presente que Ángel Ganivet, hijo de una familia con cierta precariedad económica, ya que vivían de las ganancias de un molino de agua y eran "muchos molineros", al no encontrar acomodo en la ciudad andaluza, emigró a Madrid, donde tras exitosas oposiciones entró en la escala más baja de la diplomacia. Destinado a Amberes, y buscando ser enviado a un consulado hipotético en Zanzíbar -quizás para hacer el movimiento aventurero que logró culminar el poeta Rimbaud en Abisinia-, acabó de cónsul de la España en Helsinki, nación ya tumbada en el diván del hundimiento noventayochista. Tuvo su casa en Brunnsparken, un espacio boscoso cercano al puerto de la capital finlandesa, lugar fabuloso.

Pleno de curiosidad Ganivet se acercó a los círculos intelectuales de aquel momento en la apacible ciudad del norte, e incluso cayó fascinado por los encantos de la musa de todos ellos, Masha Diakovsky, que sería inmortalizada por el pintor Albert Edelfelt. Todo ello ha sido muy bien documentado por mi amiga la profesora Carmen Díaz de Alda, habitante de Finlandia desde hace muchos años. Ganivet en este su viaje al extremo norte escribió unas cartas, llamadas "finlandesas", en las que, enviadas a la prensa local, manifestaba su admiración por el papel de la mujer finesa, liberada de las ataduras de las sureñas, y valoraba al alza las bicicletas, las saunas, el teatro y las borracheras, instrumentos diferenciales de una sociedad muy distinta de la suya.

Esa Finlandia finisecular tenía grupos que luchaban por la independencia, puesto que era un ducado autónomo que dependía del imperio ruso. Al parecer, Ganivet, que manifestaba tendencias muy meridionalistas, frente al norteño Unamuno, simpatizó con ellos, y se mezcló en sus cuitas. Era el círculo de poetas carelianos. Cuando en aquellos venturosos años del centenario de su muerte logré con otros comprar los manuscritos del fallecido medio filósofo para la Diputación de Granada, las sobrinas nietas, que aún vivían, me decían: "Enviaba cartas con manchas a su madre y su hermana pidiendo que se analizasen en un laboratorio en Granada porque pensaba que lo estaban envenenando". Cuando murió suicidándose en las aguas de Dvina se extendió la voz, recogida por algunos panegiristas del andalucismo blasinfantiano, que había sido asesinado por la Policía del zar ruso, por esas amistades peligrosas que frecuentaba. La cosa no tuvo mucho recorrido, pero dejó un tufo de misterio sobre su muerte, que refuerza la leyenda de su figura.

De aquellas experiencias conservo tres recuerdos. El pueblo en el que hacía parada el zar Alejandro I cuando volvía de Finlandia a San Petersburgo, llamado Poorvo; el museo Lenin de Tampere, que recordaba la clandestinidad del líder bolchevique en esta ciudad; y los comentarios de mis amigos sobre las capacidades, largamente preparadas de Finlandia para frenar una invasión rusa. Ahora ha vuelto esto último a la actualidad. Los finlandeses durante décadas se han preparado para lo peor, y eso les da unas ventajas innegables en el actual baile geoestratégico: no están desprevenidos, y lo han llevado con sigilo.

Bienvenidos a la OTAN, en consecuencia. Y tomen notas los prebostes de la Unión Europea, que nada más hacer hincar la rodilla al bruto de Putin, tienen que poner manos a la obra para disolver la alianza con los norteamericanos y anglosajones, y buscar su propia fuerza, independiente e integrada del imperium europeo, aunque sea sólo por defender nuestro modo de vida, como se ha recalcado tanto.

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