Tribuna

eSTEBAN FERNÁNDEZ-hINOJOSA

Médico

Demostremos que somos lo que creemos

La crisis de la conciencia moderna esconde tal desorden intelectual que no discierne si el aborto es un crimen o un acto moralmente inocente

Demostremos que somos lo que creemos Demostremos que somos lo que creemos

Demostremos que somos lo que creemos / rosell

V OCES del ámbito periodístico reclaman la presencia de "intelectuales cristianos" en el debate público ante la indiferencia general con la que se asiste a la quiebra de los fundamentos de la civilización europea. En esta llamada a defender la realidad de los pilares cristianos ante el discurso dominante, quien suscribe aprecia dos escollos: uno de comunicación y otro logístico o de implementación de dicha misión. Pero antes de desarrollar esta idea, y para no confundir al lector faltando al lema de la claridad como primera estética, diré que soy católico, sí, y también médico; y un médico no es un intelectual, al menos a la manera francesa, sino un profesional que se define tanto por tareas científicas como humanísticas e intelectuales de su competencia. Eso exige, por un lado, pensar con atención, con disciplina para suspender distracciones y cierta habilidad para generalizar y, por otro, capacidad de síntesis, de búsqueda de la unidad del saber, allí donde coexiste el conocimiento científico con el reconocimiento de las verdades poéticas o metafísicas que encierra la realidad y con la parte más irracional de la misma.

El médico sabe que la palabra puede construir una visión del ser y también arruinar una vida. Es mucha la responsabilidad que pesa en la creación de un discurso capaz de despertar esperanza en mayorías atribuladas mediante el universo lingüístico de la fe y otras virtudes cristianas. En el extraordinario ensayo La explosión de la soledad, el teólogo Erik Varden sostiene que "Los cristianos pueden ser indiscretos en el uso del vocabulario de la fe". Y esa indiscreción pone a veces palos en la rueda de trasmisión de visiones refinadas y cultas de la esperanza religiosa. No se puede reconocer en Jesús un arquetipo del yo más profundo sin facilitar, al mismo tiempo, metáforas vivas que comuniquen su divinidad, su extrema ejemplaridad, y hagan que la esperanza sea hoy algo razonable (que no racional). Somos herederos de los valores del Mayo del 68 y su más cruel consecuencia, la desesperanza. Obedecer el canon de la tradición no es un yugo más, sino un acicate para superarla y volar alto. Es en las fórmulas espiritualistas, cuyo lenguaje confunde la esencia cristiana sin reconocer apenas el dolor humano, donde apreciamos ese primer escollo, ante el que quizá sea mejor suspender el juicio.

El segundo tiene su raíz en la expresión "intelectual cristiano". Dice Bergamín que "no basta con perseguir y encontrar la verdad, hay que proclamarla". Pero en un mundo polarizado, tal sintagma deja al profesional fuera de juego en el debate. Frente al horror a lo sutil, a la dilección por lo burdo, frente al imperio de la libertad de expresión sobre la libertad de pensamiento -¡qué absurdo!-, cabe la contención que ofrecen las formas y recursos literarios. A diferencia del teólogo medieval, el profesional no apela al argumento de autoridad, sino a la persuasión, con el lema horaciano de "enseñar deleitando". Me viene a la memoria el ejemplo que señala Juan Arana con El señor de los anillos: sin nombrar a Dios ni a Jesús en sus párrafos es siempre una novela católica. No hay otra forma de desarmar ideologías dominantes forjadas al socaire del espurio binomio poder-razón, verdadero caballo de Troya de Occidente, ni de reorientar la razón a la verdad, sobre todo en debates como el del aborto, la eutanasia o el modelo familiar, donde nos jugamos la posibilidad de curar entre todos las heridas abiertas. Pero la crisis de la conciencia moderna esconde tal desorden intelectual que no discierne si el aborto es un crimen o un acto moralmente inocente. De la eutanasia, cuestiónese si, para eliminar el sufrimiento de la persona, el sólo cabe eliminar a la persona que sufre.

El alegato más bello que he leído contra toda ley de la selva lo escribe Benedicto XVI: "La vida humana ha de ser reconocida siempre como sujeto inalienable de derecho y nunca como objeto sometido al arbitrio del más fuerte". Ahora bien, una antropología desgastada por los reduccionismos de los siglos hace creer que sólo somos cuerpos, y enciende la mecha de la biotecnocracia sin percatarse de que la ciencia médica no tiene pomada metafísica para realidades como el sufrimiento, la soledad o el cansancio. A la noble la tarea de insuflar esperanza, o de contribuir al sacrosanto deber metafísico de reconocer la dimensión transcendente, le queda un as en el fondo de armario: el concepto de "secularidad" con el que la teología enseña que las realidades naturales pueden sintonizar con las sobrenaturales, y que la vida mundana no cancela la plenitud de la fe. Con estas precauciones, y sin más ínfulas que las de no faltar a la profesión, que cada cual cumpla con el lema de san Cipriano, que da título a la presente tribuna.

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