Tribuna

Esteban Fernández-Hinojosa

Médico

Cuentos chinos

En nuestro país, el más aciago de los errores fue quizá la desinformación y el mal gobierno durante la pandemia. La ciencia no se trasladó a las mejores políticas

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Cuentos chinos / rosell

Dos años de pandemia, meses de confinamiento y 18 millones de muertes en el mundo. Son algunos de los datos publicados recientemente en la revista The Lancet. Su lectura pone de manifiesto la conveniencia de contar con la ciencia a la hora de afrontar crisis sanitarias con un poco de cordura. Las probabilidades de que aparezcan nuevas pandemias son altas si se tiene en cuenta la continuidad de las condiciones en las que éstas se dan. La ciencia consiguió con rapidez secuenciar el genoma del SARS-CoV-2, lo que permitió desarrollar vacunas en poco tiempo; destacó la importancia de las enfermedades zoonóticas y los saltos de especie, o la capacidad del distanciamiento físico para amortiguar la propagación y reducir la morbilidad y mortalidad. Pero, al margen de la ciencia, conviene recapitular algunos errores, más allá de la negligente distribución de millones de vacunas por el mundo, con la excepción de los países más pobres. Qué decir de las grietas descubiertas en la estructura sanitaria. El sistema español aguantó gracias al compromiso del conjunto de los profesionales junto a un comportamiento modélico ofrecido por los ciudadanos en respuesta al confinamiento y la vacunación. Pero esas grietas siguen abriéndose lenta y silenciosamente en los muros de carga de la Atención Primaria.

En nuestro país, el más aciago de los errores fue quizá la desinformación y el mal gobierno durante la pandemia. La ciencia no se trasladó a las mejores políticas ni se aseguró la vigilancia de enfermedades o la atención médica universal. Con esas brechas abiertas no será posible evitar en futuros desafíos miles de muertes o no destrozar a miles familias. El Gobierno no se apoyó en fundamentos científicos; anduvo por detrás de la evolución de la pandemia con la adopción de medidas arbitrarias, inconsistentes y heterogéneas, y dejando que cada Comunidad hiciera de su capa un sayo. Las recomendaciones científicas palidecieron al socaire de los intereses electorales. Y la falta de claridad llevó a la población a no saber a qué atenerse, al sufrimiento y al hastío. Se produjeron sentencias contradictorias para escenarios parecidos, lo que también propició perplejidad y pérdida de confianza. Que la sanidad funciona mejor de forma descentralizada no se discute. Pero en la guerra hay que centralizar. Y a este virus, que se ha llevado 18 millones de vidas, fue necesario declararle una guerra. En medio de ella surgieron voces divergentes, no hubo una fuente de información única, legítima, científica y generadora de confianza. Y ese frente de voces diversas hurtó la información veraz al ciudadano.

En la naturaleza de la ciencia está someterse a continuos rigores, con pruebas y más pruebas, que van abriendo paso al progreso. En esa dinámica no hay contradicción. Por fortuna, no sufrió los embates de las ideologías. La ciencia ofreció su conocimiento y los políticos decidieron qué hacer con él. En democracia, estos pueden decidir en sentido distinto a lo recomendado por los científicos porque tienen que calibrar factores no científicos; ahora bien, deben rendir cuenta de cada decisión arbitrada. El ciudadano no fue informado de las evidencias; la información blindada suscitó en él un mohín de escepticismo cuando no enfado y abandono de la confianza. Se había demostrado que el uso de mascarilla durante el ejercicio físico al aire libre, además de ser fútil, puede alterar la fisiología de la respiración. Cosas así se ocultaron en distintos momentos de la pandemia. La transparencia y el respeto son claves para que, en crisis de esa envergadura, el ciudadano pueda tomar decisiones responsables y libres toda vez no se la oculte información clara y veraz. Los especialistas en Salud Pública reconocen la necesidad de la participación ciudadana, pero si no hay muestras de respeto a la mayoría de edad esa participación declina. Los políticos veían estadísticas donde los profesionales encontrábamos muertos. Y sin una comprensión real de la locura vivida en hospitales y centros de salud, sin trasparencia y bajo el escoramiento ideológico, la falta de comunicación era previsible. Al principio, el vehículo cimero de la información recayó en aquel hombre de los rizos, que por un tiempo representó una flagrante tautología, aunque su semblante cansino y voz apagada anunciaban todo un festín matutino de milongas. En el futuro llegarán otros virus y bacterias. Es momento de acometer reformas para que España cuente con una organización en Salud Pública que, a semejanza de los CDC en EEUU, sea una rigurosa fuente de información científica, independiente del poder político. Hemos padecido demasiadas teorías de la conspiración, demasiados cuentos chinos que tanta confusión y duda han causado en medio del pánico. Nunca máis

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