Londres es la capital del mundo que menos se parece al país al que pertenece. Durante años, muchos hemos acudido a orillas del Támesis a escuchar el latido del mundo, porque en sus museos, sus espectáculos teatrales, sus librerías, sus calles, es donde mejor se muestra el sonido y el pulso de la sociedad en la que vivimos. Porque la vida transcurre por Picadilly, Oxford Street, Chelsea o Candem Town, con la misma naturalidad que sopla el viento sobre las playas de Cádiz; y porque esta ciudad gris, lluviosa, cosmopolita e insultantemente cara, es la Babilonia de nuestros días, a mucha distancia de la empobrecida Nueva York, la estirada París o cualquier capital oriental tan poblada como vacía de vida interesante.
Los británicos, habitantes de una pequeña isla en el Atlántico, divididos entre sí, con un clima nada benévolo y una gastronomía pobre, fueron durante siglos el lugar al que nadie quería ir; pero luego se adueñaron del mundo merced a un espíritu indomable, innovador y viajero. Que, en la carrera por descubrir el mundo, aquellos descendientes de unas pequeñas tribus bárbaras se impusieran a Imperios más importantes, mejor dotados de personas y materias primas, muestra con rotundidad la vitalidad y el arrojo de sus gentes. Otros lo denominan colonialismo y lo es, pero el planeta habla ahora en su idioma, canta sus canciones y se estremece cuando fallece algún miembro de su vetusta monarquía. Algo deben de haber hecho bien, cuando además de a Shakespeare, Dickens o Haendel; los británicos también han inventado las máquinas de coser, los termos, el teléfono, los ordenadores, internet, el fútbol, la televisión o los interruptores de Luz. Imagínense ahora nuestras vidas sin nada de ello. Añádenle a los Beatles, los Stones, Pink Floyd, John Le Carré, Graham Greene, Harry Potter, la minifalda, las chocolatinas o las Leyes de Newton. El Reino Unido es la cuna de la modernidad; el liberalismo, su revolución burguesa e industrial, y su parlamentarismo son la base del estado moderno.
Lo saben y se lo tienen creído. De ahí sus reticencias a formar parte de un club en el que sean uno más. Se sienten especiales. Pero desde que han abandonado el espíritu que los hizo descubrir todos los mares y se han encerrado abrazados a un pasado ya superado, dispuestos más a defender su idiosincrasia que a ampliarla, viven desorientados y empequeñecidos. Hicieron que el eje del mundo estuviera en Greenwich. Ahora, sólo Londres, convertida en la última isla, mantiene viva aquella idea, mientras el resto consume culebrones y fútbol a todas horas.
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