La tumbona es inocente

Si todos tuviésemos que pagar por hacer nuestro trabajo, seguro que nos quejaríamos mucho menos

De repente me salieron unos sarpullidos en los codos. En mi juventud, qué no habría presumido yo delante de mis padres de que eran de estudiar. El diagnóstico de urgencia fue que eran hongos. Mi mujer incluso identificó la tumbona de la piscina en donde los había cogido. Entre mi mujer y mi posición horizontal hay una enemistad eterna y subconsciente que no vacila en recurrir incluso a las armas bacteriológicas. Mi hija agradecía, a partir de entonces, que me pusiera camisas de manga larga, mientras mi hijo aseguraba con cara de aprensión que no le importaba contagiarse para sufrir conmigo.

Antes de que el drama dickensiano se apoderase por completo del hogar, he ido al especialista. Ha diagnosticado que no son hongos. Suspiro. Es soriasis por estrés. Me gusta el nombre, tiene glamour. Como cuando te duele el brazo de cargar las bolsas de la compra y de sacar la basura y el traumatólogo dictamina muy serio que tienes "codo de tenista". La soriasis me da para presumir de ejecutivo. Además de una crema, me ha recetado mucha tranquilidad, que no dispensan en farmacias. Ha prescrito más tumbona aún. He informado en cuanto he llegado a casa.

Mi hija me ha dicho que deje algún trabajo. De pronto, una duda ha nublado su frente: "¿Te devolverán el dinero?" Me he quedado perplejo unos segundos y luego he creído que se trataba de una rara dislexia laboral. "Si dejo de trabajar, no me pagarían", razono. "Yo digo", dice la niña, "que si te devolverán lo que ya has pagado por trabajar". La he entendido. Les insistimos mucho en que su trabajo es el colegio. También alguna vez en que el colegio hay que pagarlo. Razonamientos paralelos se repiten con las clases particulares e, incluso, con las actividades deportivas. La niña sólo ha atado cabos. Cuando le explico que a mí me pagan por trabajar, queda pasmada.

A lo mejor su pasmo me viene mejor que la pomada. Porque realmente trabajar en lo que a uno más o menos le gusta es un privilegio y, en cualquier caso, el esfuerzo diario nos enriquece. Si pagásemos por hacerlo protestaríamos menos.

Como tengo algún lector muy literal, advierto que no estoy defendiendo los salarios bajos ni el abuso de becarios ni el esclavismo. Ojalá todos cobrásemos más. Gloso la equivocación de mi hija con embobamiento de padre viejo y a modo simbólico. Hemos de amar nuestro trabajo hasta el extremo metafórico de pagar por él, aunque jamás con la salud.

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