La tribuna

José Manuel Macarro

El triunfo electoral de la queja

CON el galimatías en que nos hemos metido el día 20, creo oportuno reflexionar sobre el triunfo de la cultura de la queja, de la que ha escrito Pascal Bruckner. Ello porque en estas elecciones la impregnación previa de parte de la sociedad de tal cultura ha sido determinante, gracias al dominio que la misma ha ido alcanzado en los medios de comunicación. No me estoy refiriendo al insólito hecho de que televisiones con capital de derechas hayan creado a Podemos y a sus líderes neocomunistas. No. El fenómeno al que aludo va más allá de una campaña de propaganda política. De haberse limitado a ella, su alcance habría sido reducido. El éxito de esa cultura de la queja radica en que en gran parte de nuestros medios de comunicación, especialmente los televisivos, se ha instalado el punto de vista de los desfavorecidos frente al de la sociedad de la que forman parte. Al difundir sus quejas de manera acrítica y extenderse por las redes sociales, las fracturas que hay en toda sociedad han llegado a parecer elementos esenciales de la realidad. Hasta tal extremo, que los problemas de cualquier grupo, por la propia reiteración mediática, se han ido acumulando hasta caracterizar a nuestro mundo como el de la injusticia. La búsqueda de aquellos -para denunciarlos, dicen en los medios-, al acumularlos está creando una realidad falsa basada en la suma de quejas. Con esto en absoluto niego que deje de haber motivos reales para ellas, así como colectivos afectados por injusticias o graves problemas. Lo que digo es que ha triunfado una sinécdoque ideológica, que al sumar la parte, los problemas, ha sustituido a la realidad, el todo. Por ejemplo, según adalides de la queja, se ha arruinado el Estado de bienestar. Pues bien, es obvio que ha habido recortes para los empleados públicos y en el conjunto de los gastos sociales. Pero no hay noticias de que algún jubilado haya perdido su pensión, un niño su puesto escolar o un enfermo la asistencia médica, más allá de la ralentización de su atención. Otro ejemplo: no se puede negar que hay niños en riesgo de pobreza o exclusión social; pero afirmar que en España son nada menos que uno de cada tres -varios cientos de miles- es un disparate. Igual que es otro disparate afirmar que el 29% de la población española está en similar riesgo. ¡Trece millones y medio de españoles! Cifras que sólo se explicarían si hubiéramos salido de una guerra asoladora, y ganada no por cualquiera, sino como mínimo por los vándalos.

Pero ninguna sociedad puede vivir en una queja perpetua porque se autodestruiría. Necesita un chivo expiatorio sobre el que descargarla y liberar a sus individuos de la responsabilidad de la injusticia. Para ello recurre al Estado y la acción política, convertidos en causantes de los males que expresan las quejas. Por eso les exigimos que los erradiquen todos, los reales y los construidos virtualmente, y que garanticen nuestro bienestar -algunos iluminados hasta piden que establezcan la felicidad pública-. La omnipotencia así conferida al Estado y a la política está haciendo triunfar la reivindicación, la queja ante cualquier frustración colectiva. Y si esa omnipotencia se ha visto afectada por la corrupción, los ciudadanos tenemos derecho a indignarnos, de tal manera que mientras el poder público no vuelva a ser ejemplar, nos absolvemos, por ejemplo, de pagar sin facturas y sin IVA todo cuanto podamos.

Esta cultura va diluyendo la responsabilidad individual, fundamento de la libertad y la democracia. La crítica racional del Estado democrático está siendo sustituida por el afán de desprestigiar su existencia. El mecanismo es triple: aceptar que cualquiera que se considere víctima frente al Estado lleva razón; convertir el problema de la víctima en categoría general que afecta a todos; y aceptar cualquier dato que refuerce la opresión en que vivimos. A partir de aquí la solución es refundar el Estado y la institución social frente a la iniquidad virtualmente construida. Para ayudar al cambio, una tropa de opinantes en las redes sociales, huecos de conocimientos e incapaces de someros análisis elementales, ha llevado la cultura de la queja a su triunfo, a la simplicidad del slogan y la propaganda. Alarmante colofón para la sociedad democrática.

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