La tribuna

Juan Antonio Rodríguez Tous

Un toro es un toro

In memóriam Ramón Soto Vargas

EL Pacma ha cosechado casi trescientos mil votos en las pasadas elecciones generales. Es el partido extraparlamentario más votado en España. Es decir: el animalismo se ha convertido en una opción política significativa. De hecho, su apoyo electoral es mucho mayor: la lucha por la mejora de las condiciones de vida de los animales -especialmente de los domésticos- se ha convertido en una causa transversal con la que simpatizan muchos ciudadanos, aunque voten otra cosa. Curiosamente, este aumento progresivo en número de simpatizantes no ha moderado las tesis iniciales del Pacma. Más bien al contrario: las ha radicalizado hasta convertir el animalismo en una ideología rígida inmune a las críticas externas y extremadamente prohibicionista. El Pacma propugna la liquidación de la tauromaquia en todas sus formas y la prohibición de la caza y pesca deportivas. Pero no sólo: en un futuro, también debería acabarse con la dieta carnívora e, incluso, con los derivados animales para consumo humano. No es broma: circula últimamente por la red una campaña animando al consumo de leches vegetales con el argumento de que la leche de vaca es "para vacas-bebé" (sic).

El animalismo no está exento de contradicciones internas. La primera contradicción está en el mismo concepto de "derecho" aplicado a los animales. Y es que los animales no reclaman, ni conocen, ni ejercen sus derechos. Los que tienen o puedan a llegar a tener son otorgados por el único animal que sabe que no es un animal, es decir, el Hombre. La lucha animalista contra el "especismo" (que es como llaman los animalistas al dominio que ejerce el homo sapiens sobre todas las demás especies animales) es también especista. No puede ser de otro modo: la historia de nuestra relación con el mundo animal es una sucesión incontable de prosopopeyas o personificaciones. Los animales son lo que hemos decidido que sean: dioses benefactores, espíritus malignos, compañeros de fatigas, alimento rico en proteínas. El animalismo reduce la complejidad de nuestra relación con el mundo animal a una única hipérbole sentimental basada en la experiencia humana del sufrimiento. En esta hipérbole reside su segunda contradicción. Los animales -se dice- sufren como nosotros porque son como nosotros. Luego sólo cabría una ética respecto a los animales: evitar su sufrimiento, dejarlos en paz. Pero los animales, ay, no son como nosotros: ellos no se dejan en paz entre sí. Se atacan, se devoran y se inflingen unos a otros sufrimientos incontables. De hecho, mostrar la brutalidad de la vida salvaje incomoda bastante en esta época: dudo que Félix Rodríguez de la Fuente hubiera triunfado hoy en el mundo de los documentales naturalistas. Demasiada sangre, demasiada violencia animal, demasiado regodeo visual y verbal en la muerte.

En realidad, no existe una única ética relativa a los animales, sino muchas éticas, todas contextuales y diferentes, todas dependientes del tipo de relación que establecemos con ellos. Así, hay una ética cinegética y otra agropecuaria. Hay una ética del animal doméstico y otra del animal salvaje. Sobre nuestra relación con los insectos, nuestra ética es una minima moralia: por ejemplo, animalistas y no animalistas exterminan alegremente a una de las más bellas especies que pueblan el planeta, las cucarachas. La domesticación es aberrante para un amante de la vida salvaje, pero es la condición necesaria para disfrutar de la compañía de perros o gatos. Y, por supuesto, también hay una ética de la tauromaquia, o tauroética, como escribió acertadamente Fernando Savater. Así, no es equiparable la ética de la domesticación, propia de los animales de compañía, con la ética de la lucha, propia de la lidia. Según la primera, el abandono de un animal doméstico es éticamente reprobable. Para la segunda, el ensañamiento con el toro también lo es. Son contextos diferentes y códigos éticos asimismo diferentes. Un toro es un toro y un perro es un perro.

La tauromaquia existe por derecho propio, con sus códigos y rituales, sus virtudes y vicios. Es un arte difícil, sin duda contrario a uno de los pocos instintos que conservamos de nuestro pasado animal, que es el instinto de supervivencia. Razonablemente, el torero debería huir del toro, un animal formidable que casi lo decuplica en peso y que está poderosamente armado. Pero el torero no sólo debe contener su miedo, sino transformarlo en una búsqueda -muchas veces infructuosa- de la emoción estética. En eso consiste la lidia. Llamar "asesinos" a los toreros es tan desaforado como afirmar que Adolf Hitler era un tipo guay porque fue un gran amante de los perros.

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