La cornucopia

Gonzalo Figueroa

De tontos y otras lindezas

RECIENTEMENTE algunos políticos han realzado la grave trascendencia de un adjetivo que, hasta ahora, todos empleábamos coloquialmente. Pero de pronto, esa frivolidad con que usábamos o recibíamos el epíteto de tonto, con sus diversos complementos más o menos vulgares, debe considerarse enterrada en las movedizas arenas de lo políticamente incorrecto.

El socialista Pedro Castro, presidente de la FEMP, se permitió llamar de ese modo genérico a todos los votantes del PP, lo que lógicamente le ha creado un regimiento de enemigos que exigen un escarmiento, además de su renuncia al cargo. Por mi parte, fascinado con la polémica, necesito, por deformación profesional, medir moralmente la exacta gravedad del lanzamiento al ruedo de tal calificativo. Ante todo, debemos definir el vocablo que, dicho de alguien, es tacharlo de "falto o escaso de entendimiento o razón". Pero ello tiene infinidad de variantes. Así, tontiloco viene a describir a "un tonto alocado"; tontito puede constituir una manera afectuosa de calificar a uno "sin entendimiento"; tontorrón ya suena más duro, en cambio tontucio es sólo un medio tonto, si bien la medida del grado parece caprichosa y poco segura; y tontivano, es un tonto vanidoso, fórmula que, en esta era de permanente urgencia, constituye una abreviatura condensada y práctica para ampliar la ofensa. Y así podríamos seguir hasta el agotamiento.

Yo estimo, sin embargo, que esta disputa viene a mostrar una vez más, la crisis del ingenio que, tradicionalmente, constituía una característica deliciosa en los períodos parlamentarios de principios del siglo XX. Podrá juzgarse mi nostalgia de esos tiempos como superficialidad. Lo admito. Pero a ello debo contraponer a personajes improvisados de hoy, sin bagaje cultural, que ejercen en política sin mérito alguno. Hay perlas de época que me avalan: un diputado, queriendo descalificar a otro por su doblez en el discurso con que defendía una ponencia, le grita: "¡Vuestra Señoría tiene dos caras!" Y el imputado contestó: "¿Cree vuestra Señoría que, si las tuviera, vendría al hemiciclo con ésta?" O el del parlamentario que, enfundado en un ridículo abrigo de color chillón y corte cursi, decía en su discurso para afianzar una idea: "¡Y sobre todo! ¡Y sobre todo...!". Y un opositor le espetó: "¡Me río del sobretodo de su Señoría". Y así, pueden contarse cientos de maliciosas, pero simpatiquísimas intervenciones.

Respeto a los políticos de cualquier signo, pero no hay nada más nefasto en ellos que el tomarse demasiado en serio.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios