Poco podía yo imaginar que la llegada de aquella lancha neumática con sus dos pasajeras fuera a perturbar tanto la despreocupada vida de nuestra sociedad ilimitada. El mismo día de su primer desembarco en la cala, Gloria entró en nuestra vida por la puerta grande (aunque no tardaría yo en descubrir que la puerta era mucho más angosta y la sociedad menos ilimitada de lo que daba a entender).

Pese a que enseguida comprendí que era inútil tratar de capturar su belleza con mis lápices, no pude evitar lanzarme a hacer de ella una serie de esbozos, quizá porque lo imposible es un acicate para cualquier artista. Hasta que Gloria no se fue a dar un baño y en tanto no hubo desaparecido de mi vista a rápidas y elegantes brazadas no me fijé en la sobrina. La tía ocupaba tanto espacio que conseguía hacerla casi invisible. Sentada sobre la arena, y desdeñando la toalla que Gloria había extendido para ella, la sobrina cribaba repetidamente la arena con una mano; tenía la mirada ausente, perdida en quién sabe qué ensoñaciones. Enseguida sentí el impulso de hacerle un retrato. No era una niña agraciada, sino gorda y feúcha. Mientras la arena se deslizaba entre los dedos entreabiertos la expresión de su rostro era tan grave que, de no haber sido una niña de once o doce años, yo habría sacado la conclusión, sin duda grotesca, de que reflexionaba acerca de la sustancia liviana y volátil del tiempo que inexorablemente se nos escurre entre las manos. De pronto, levantó la mirada y se dio cuenta de que la estaba dibujando. Su reacción me dejó intrigado: después de mirarme unos instantes con una expresión atónita y asustada, se levantó y echó a correr torpemente hacia la orilla del mar, bamboleando de forma un tanto ridícula el enorme trasero. Al poco, tropezó, se cayó y volvió a levantarse para correr de nuevo, despavorida y patosa, hacia el mar.

Cuando mi mujer apareció le conté lo sucedido. En vista de que la niña chapoteaba a solas en la orilla sin que nadie le hiciera caso, Betty llamó a nuestros hijos y les pidió que jugaran con ella. Ellos, forzados por su madre a obedecer después de soltar unos cuantos "por qué tenemos que jugar con esa", "jo, qué rollo", la invitaron a jugar y ella se unió a la partida sin dar signos, a decir verdad, del menor entusiasmo. Enseguida quedó patente que tratar de arreglar la vida de la gente sin que ella te lo pida suele dar resultados catastróficos. La sobrina de Gloria, visiblemente incómoda, corría tras la pelota tapándose con los brazos los pechos, muy desarrollados para su edad, y dos o tres niños se reían de ella con esa caridad cristiana que caracteriza a la infancia. Me sentía responsable de aquel desaguisado y estaba a punto de pagarla con quien tenía más a mano (es decir, mi mujer) cuando apareció de nuevo la tía de la niña, escurriéndose el pelo después del largo baño.

-Está allí, jugando con todos esos niños -se sintió obligada a aclarar Betty al ver que la otra mujer miraba en derredor suyo en busca de su sobrina.

-¡No puedo creérmelo! -soltó con una sonrisa encantadora y la mirada chispeante de ironía-. ¡Mi sobrina jugando con otros niños! Es un hecho digno de figurar en los anales de la Historia. ¿Alguien la ha obligado a punta de pistola? ¿O le han prometido dos kilos de galletas? Es el único estímulo al que suele responder.

Noté como Betty se estremecía a mi lado. Si hubiera sido un gato, se le habría erizado hasta el último pelo. Supe también que lucharía denodadamente para sobreponerse a su primera impresión. Cuanto más adversa es la primera impresión que alguien suscita en ella, más lucha la pobre, la buenaza de Betty, para vencer lo que ella considera su tendencia a emitir juicios precipitados. Y aunque esa manía de dar a todos una segunda oportunidad le ha complicado mil veces la existencia, aún ahora, treinta años después, sigue castigándose con esa práctica absurda: cuanto peor le cae alguien de buenas a primeras, sin haber hecho en apariencia nada para merecerlo, más busca Betty la compañía de esa persona. Hasta que un buen día se revuelve como una fiera contra quien, casi sin transición, pasa de ser amigo a enemigo. Observado a media distancia, ese proceso psicológico puede ser fascinante; pero seguido desde cerca, cuando a uno le salpica, acaba resultando bastante pesadito. Sea como fuere, aquel día supe que Betty haría algo para tratar de invertir sus sentimientos. Y, efectivamente, no llevarían ni un cuarto de hora hablando (es decir, que Gloria llevaba unos quince minutos desplegando ante nosotros un monólogo chispeante) cuando Betty las invitó, a ella y a la niña, a comer con nosotros.

-Espero que tengáis una tonelada de comida porque mi sobrina es una lima.

Gloria no exageraba: la niña era una tragaldabas. Pero también la tía era una mujer excesiva que a lo largo de la comida y la larga sobremesa encadenó sin respiro anécdotas chistosas. Sherezade a su lado era una incompetente. Como la mayor parte de los grandes narradores orales poseía un ego descomunal y un desmedido afán de protagonismo. Vi estremecerse varias veces a Betty y en un momento en que, recogiendo platos, la acompañé a la cocina, le susurré al oído:

-No lo conseguirás; déjalo: no te engañes a ti misma.

-¿Cómo dices?

-Nada, nada; olvídalo.

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