LAS repercusiones locales de acontecimientos globales a menudo difieren de la visión universal que se tiene de ellos. El innegable avance para la libertad que han representado las revueltas populares de algunos países árabes se ha tornado en un empeoramiento sistémico de la economía internacional. Libia, el primer país árabe productor de petróleo que no ha cedido pacíficamente a las exigencias de democracia que demanda su población, ha desencadenado una escalada del precio del petróleo que ha provocado en escasas semanas que los combustibles establezcan marcas al alza a diario. El rápido encarecimiento de la energía tiene un consecuente efecto inflacionista en toda la Zona Euro. Por ello, ante el recalentamiento de la economía, el presidente del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet, advirtió el pasado jueves que es probable un alza de los tipos de interés en abril. Alza que los mercados dan por descontada. Baste analizar el comportamiento que el Euríbor, el principal índice de referencia para las hipotecas, tuvo ayer: subió en un día más que en los últimos dos meses. El encarecimiento del precio del dinero, que ya es un hecho, va a venir a empeorar la restricción de crédito que tiene atenazada a la economía española desde el inicio de la crisis, desde mucho antes de que siquiera la reconociese el Gobierno de Rodríguez Zapatero. Estamos ante un escenario que viene a complicar, y mucho, el precario estado de la economía nacional, que tiene un índice de crecimiento positivo pero escasísimo, en niveles muy por debajo del umbral de creación de empleo. Muestra de ello son las cifras del paro conocidas esta semana, que han fijado un nuevo récord cercano a los 4,3 millones de desempleados, y que certifican que la destrucción iniciada con la recesión no ha concluido. Este conjunto de factores encadenados exigen una diligente respuesta política por parte del Gobierno de España, con medidas económicas que generen confianza, garanticen el crédito y permitan, al menos, ver la luz al final del túnel.