Ojo de pez

pablo / bujalance

La restauración

BIEN, el día después ya está aquí. Desde el pasado verano, todo lo que se abría después del 9-N constituía un abismo. Lo que sucediera ayer no importa: es ahora, una vez resuelto el reparto de almas acomplejadas y estómagos satisfechos, cuando hay que ponerse a trabajar. Porque en este tiempo ha sido tal el exceso de contaminación y ruido que ya bastante antes de la jornada de ayer se había logrado lo que muchos pretendían: que Cataluña y el resto de España se miren mutuamente como a extraños. En los últimos meses se han dicho tal cantidad de sandeces con la peor intención posible que va a ser necesaria una voluntad determinante para limpiar el patio. Cabe recordar que la propia génesis de la deriva independentista es una falacia: si la economía española revistiera otro signo, no nos habríamos encontrado campañas puerta a puerta para invitar a los catalanes a asistir a la Diada, ni a Francesc Homs llamando a los domicilios particulares, igualito que Stalin, para recordar la importancia de la cosa participativa de ayer, dando así por enterado al personal de que desentenderse entrañaba un comportamiento incívico. Si la economía española no fuese un problema, no se habría distinguido entre buenos y malos. Pero Cataluña sí ha evitado que se hable de su propio desastre. Y, claro, de eso se trataba en parte.

En este tiempo, insisto, la estupidez ha conquistado territorios que nunca debió haber pisado. Ministros, consejeros, redactores de libros escolares, portavoces de las más diversas asociaciones, empresarios y demás ilustres han defendido la necesidad de españolizar a los niños catalanes, han definido el castellano como una lengua impuesta militarmente en Cataluña, han descrito el ébola como la peste española, han afirmado que los buenos catalanes tienen que convivir con etíopes y bolivianos, y no con suecos y daneses, por seguir formando parte de España; y, sin ningún sentido del pudor, se han apropiado de la voz de los muertos para argumentar sus sentimientos nacionales y llamar a la participación, seguramente porque los vivos que tienen algo que decir no están muy por la labor.

Hemos asistido, en fin, a la peor expresión de la política: el despropósito. Yo soy de los que piensan que cualquier consulta es legítima siempre que se ponga la verdad por delante. Pero si se tergiversa la Historia, si se manipulan los sentimientos, si se fomenta la inmadurez de la sociedad a costa del esplendor de una bandera y se actúa con la premisa de que el otro es siempre el enemigo a batir, sencillamente, ni es el momento ni lo merecemos. Toca restaurar. Y no poco.

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