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La tribuna

Luis Felipe Ragel

La relatividad de los méritos

EN el libro titulado El vasco que salvó al imperio español, se lamenta su autor, José Manuel Rodríguez, de que la historia de España no haya sido generosa con los méritos de Blas de Lezo, el famoso Pata de Palo, que es el almirante español más condecorado de todos los tiempos.

Entristece pensar que una persona tan laureada en su época haya caído después en el olvido, mas cabe apuntar que, por lo menos, a este ilustre almirante se le reconoció en vida el valor de sus acciones. Al desdichado Franz Kafka le sucedió lo contrario: pasó por el mundo sin recibir un solo halago y cuando presentó una de sus obras a un concurso literario, no la premiaron. Seguro que este modesto empleado de seguros de Praga está sonriendo desde el más allá al enterarse de que actualmente se le considera como uno de los escritores más relevantes del siglo XX.

Nuestra Constitución alude a los méritos personales en el artículo 103, cuando indica que la ley regulará el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad, lo que significa, fundamentalmente, que el criterio de selección de las personas que han de ocupar los puestos de funcionarios no puede ser arbitrario ni subjetivo.

El mérito de una persona es el resultado de valorar las acciones que ha llevado a cabo a lo largo de su vida, y esa valoración puede ser positiva o negativa. Nunca habrá dos personas que reúnan los mismos méritos. No lo conseguirían aunque se lo propusieran. Todos somos esencialmente diferentes, actuamos de manera diversa y obtenemos de nuestro esfuerzo resultados distintos. Aunque en la actualidad no se considera aconsejable desde el punto de vista pedagógico establecer una jerarquía entre los estudiantes examinados, la vida impone después la lógica de la jerarquía a la hora de publicar el resultado de una oposición y adjudicar a los aprobados un número de ingreso en el escalafón correspondiente.

Para colocar a numerosas personas en un orden de méritos se requiere adoptar previamente dos importantes decisiones: la primera consiste en escoger unos criterios objetivos de evaluación que tiendan a encontrar a los mejores; la segunda radica en elegir a las personas idóneas para llevar a cabo la selección. Ambas decisiones son difíciles de tomar pero la segunda es, desde luego, la más peliaguda.

He intervenido en muchos concursos y oposiciones, como concursante y como miembro de tribunales. Y he advertido que, cuando se trata de apoyar a un opositor que aporta menos méritos que los demás, se intenta vestir semejante canallada ensalzando al máximo los exiguos resultados del recomendado y silenciando dolosamente los logros alcanzados por los demás opositores. Primero se elige al triunfador y después se soslayan los méritos de los perdedores. Y lo más grave es que los jueces dan por buenas estas arbitrariedades por estimar que se adoptaron con base en la discrecionalidad técnica.

Los méritos siempre son relativos, pues dependen de que te los quieran reconocer. De tanto usar el subjetivismo se llega a falsear la realidad haciendo de iguales méritos a personas de méritos muy desiguales, lo que produce el nefasto resultado de desincentivar a los mejores, a los que más se esforzaron y lograron. Esta triste realidad ya la advirtió Molière en el siglo XVII, cuando escribió en El misántropo: "Hoy se alaba a todo el mundo y nada hay que no confunda el siglo; todo está igualmente dotado de gran mérito, y ya no es un honor verse alabado".

La experiencia también me enseñó que las pruebas son más limpias cuando los juzgadores están descontaminados, es decir, cuando pertenecen a cuerpos o estamentos diferentes del cuerpo en cuyas pruebas de acceso están interviniendo. La naturaleza humana es como es, desgraciadamente, y resulta natural que reciba muchas más presiones de sus compañeros el funcionario que pertenece al cuerpo al que se accede, que el funcionario que está integrado en un cuerpo distinto.

No puede disculparse que los poderes públicos mantengan la composición de los tribunales que inciden en los defectos que hemos señalado y que no remedien esos males estableciendo unos eficaces sistemas de recusación de los juzgadores. Esto es, ni más ni menos, lo que sucede en las pruebas de acceso a los cuerpos docentes universitarios, en las que el criterio de selección consiste en elegir a la persona que sea más afín a los miembros del tribunal, que sólo en contadas ocasiones será el mejor de los candidatos. Y actuando de esta manera hemos conseguido alcanzar este triste resultado: ¡no hay ninguna universidad española entre las 150 mejores del mundo!

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