Nadie elige el lugar en el que nace, el rincón, capital o pueblo, donde ve la primera luz. Con suerte, con mucha suerte, algunos tienen después, con el correr de los años, el privilegio de elegir la ciudad en la que vivir. Por eso, y por otras razones de más calado, resulta estéril la polémica que acompaña las disputas entre dos ciudades cercanas, de la misma provincia, que tratan de conquistar el poder administrativo y por tanto el prestigio que supuestamente otorga una capitalidad. Tan irresponsable es quien enciende la mecha como quien, en respuesta, aviva el fuego. Sobre todo porque pueblo es una palabra brillante, una expresión que sienta a las personas en el mismo estrato aunque después venga la real sociedad y destruya esa igualdad, y también porque cada generación se nutre, aunque haya nacido en una capital, de la sangre de los pueblos desde donde se desplazaron un día sus padres o abuelos.

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