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La firma invitada

Óscar / Eimil

La prueba del algodón

AUNQUE somos muchos -una inmensa mayoría- los que pensamos que el Presidente del Gobierno no es el hombre adecuado para sacar a España de la diabólica encrucijada en que nos hemos colocado, es cierto que aún quedan algunos -bastantes diría yo- que piensan exactamente lo contrario, y mantienen todavía, después de todo lo que ha llovido, una fe ciega, bastante inexplicable y desde luego casi inquebrantable, en José Luis Rodríguez Zapatero. Para ellos, y sin ninguna presunción por mi parte, escribo estas líneas, con la esperanza de que cambien de opinión y se arrimen al criterio de la gran mayoría, para que entre todos podamos modificar la terrible dinámica -¿cómo va su señor? cada vez va peor- en que estamos instalados.

Porque cambiar de presidente es, a mi juicio, y creo que también al de la mayoría social, la única forma posible de comenzar a poner fin a la deriva que sufrimos, aunque para ello, lógicamente, sea necesario convencerlo primero a él; y la única manera que se me ocurre para lograrlo, visto que ni Rajoy ni los mercados pueden, es que llegue el día -espero que antes de 2012- en que las encuestas de opinión reflejen que no queda ya ni un solo español o española que confíe, ni siquiera un poco, en nuestro protagonista de hoy.

Porque puestos a descifrar algo tan inexplicable como la confianza que todavía sienten algunos por este personaje, la única respuesta razonable que se me ocurre es que pervive aún, en una parte de nuestra memoria colectiva, la atractiva imagen que nos transmitió nuestro, por aquel entonces, joven presidente, cuando, allá por el año 2004, se hizo con las riendas de la nación. Aquellos buenos tiempos en los que decía a todo el que quisiera escucharle que "los ciudadanos nos exigen a los políticos que seamos fieles a nuestras promesas. Esta exigencia es, para mí, la más apremiante, la más obligada. Haré honor a la palabra dada". O que "quiero también mantener un estilo de gobierno que responda a las expectativas de cercanía, proximidad y participación, en la que nadie se sienta excluido; que escuche y atienda a razones".

O, por último, que "el Gobierno que yo presida tiene la voluntad de lograr el apoyo más amplio posible de los grupos parlamentarios. Mi voluntad de entendimiento no se limitará a los actores políticos; tiene que extenderse a los agentes sociales".

Y traigo aquella reflexión y este nostálgico recordatorio al hilo de las medidas económicas -son tantos ya los 'decretazos' que hemos perdido la cuenta- que acaba de aprobar el Consejo de Ministros, medidas que -recordarán- anunció sorpresivamente el presidente en contestación a una pregunta que le realizó el líder de la oposición, en la habitual sesión de control al Gobierno que se escenifica casi todos los miércoles en el Congreso.

Unas medidas que seguramente suscribiría el Partido Popular, en parte -rebajas de impuestos a las empresas y privatizaciones- porque ya las habían propuesto hace muchos meses los populares y van en la misma línea de buena gestión económica que realizaron los sucesivos gobiernos de José María Aznar, y en parte porque parecen todas ellas, dadas las circunstancias, bastante sensatas y razonables, mucho más en el fondo que en la forma -son impuestas, improvisadas, insuficientes y desestructuradas-, y siempre, claro está, que no se olviden de algo tan elemental como proveer de inmediato a algún sistema de protección social, que permita cubrir satisfactoriamente las necesidades más perentorias de todas las personas que realmente se queden sin ingresos como consecuencia de ellas.

Estas medidas se toman además en unos momentos críticos para la nación, cuando los mercados nos han llevado poco a poco a un rincón del cuadrilátero, los golpes nos llueven de todas partes y la campana está a punto de sonar.

Un momento estupendo, ya que no había posibilidad de disenso, para que -aunque no se lleven bien- José Luis hubiese telefoneado a Mariano, para contarle las medidas que se iban a anunciar y para recabar su apoyo a las mismas, que se hubiera puesto de manifiesto en una comparecencia pública, en la que los dos hubieran enviado un mensaje claro y contundente a los muchos enemigos que España tiene en el exterior.

Con ello, el presidente hubiese sido fiel a sí mismo o al menos a lo que en su momento dijo que iba a ser, y el líder de la oposición hubiera tenido la oportunidad de mostrar su determinación, no partidista, para solucionar los males de la nación.

Desgraciadamente no ha podido ser, y los ciudadanos bien que lo sentimos. Al presidente, a quien correspondía la iniciativa -Rajoy se enteró casi por la prensa-, le pudo, sobre otras consideraciones de mayor enjundia como el interés nacional, su afán de protagonismo y su deseo de dejar en fuera de juego al líder de la oposición; y a fe mía que esta vez lo consiguió, mas a fuerza de demostrar, una vez más, como la enésima prueba del algodón, que él no es el hombre que necesitamos para esta situación y de convencer de ello -espero- a unos cuantos ciudadanos más.

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