MÁS relevantes que la estimación del voto de cada fuerza política en unas hipotéticas elecciones generales que todavía tardarán en celebrarse son las tendencias generales de la opinión pública que refleja el Barómetro de octubre del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), que ya vienen de lejos y que no cambian tan fácilmente como las expectativas electorales.

Que el 72,3% de los españoles -la muestra del CIS es la más representativa del panorama demoscópico español- afirmen que el presidente Zapatero le inspira poca o ninguna confianza es desalentador, aunque no tanto como que los mismos sentimientos negativos les inspire al 80,2% de nuestros compatriotas quien aspira a sustituirlo en el cargo, Mariano Rajoy. Muchos, pues, desconfían de uno y otro al mismo tiempo. Es superfluo preguntar algo parecido sobre otros líderes políticos, ya que ninguno de ellos va a gobernar este país.

Pero el Barómetro contiene otros datos que desaniman aún más. Enfrentados a una lista de problemas nacionales e incitados a identificar a los principales, los ciudadanos se vuelcan muy mayoritariamente en señalar, cómo no, al paro y la crisis económica. Nada nuevo. Lo gravemente novedoso es que después de esos dos y de la inmigración -también vinculada a ambos- el dedo público señala con claridad: la clase política, los partidos. La mal llamada clase política y los partidos políticos causan a los españoles más preocupación que, agárrense, el terrorismo, la inseguridad ciudadana, la vivienda y la educación. A eso estamos llegando, a que la política, llamada a ser un instrumento para resolver los problemas de la gente, se vaya convirtiendo en un problema ella misma, precisamente a ojos de la gente defraudada por quienes a ella se dedican.

No se oculta que los políticos son a menudo el chivo expiatorio seleccionado por los españoles para rehuir sus culpas colectivas de picaresca en todos los niveles, negligencia, chapucería y tráfico de influencias. Pero hay algo más profundo en el origen de esta desafección creciente hacia el sistema democrático, que es la suma de crisis y corrupción y la indudable interacción de ambos fenómenos. A la vista está que los encargados de afrontar la depauperación económica están siendo incapaces de combatirla con éxito y, a la vez, de entre ellos y su entorno salen casos y más casos de corrupción. Muchos ciudadanos apenas pueden llegar a fin de mes mientras demasiados de los que tendrían que trabajar para garantizárselo son descubiertos enriqueciéndose ilícitamente.

Lo peor que podría ocurrir es que los españoles contemplen la política como uno de sus principales problemas. Ya está pasando.

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