La tribuna

José Miguel Caballero

Una polémica desenfocada

Como aquel personaje encarnado por William Holden en la película de Billy Wilder Traidor en el infierno, la propuesta del Consejo de la Unión Europea para modificar la directiva 2003/88 relativa a la ordenación del tiempo de trabajo está deambulando por entre columnas y editoriales periodísticos, malmirada por unos y vapuleada por otros bajo la acusación de traicionar las esencias del modelo social europeo. Con curiosa coincidencia, se nos augura desde estas tribunas un oscuro futuro de penurias y calamidades como las que Dickens describía en Oliver Twist o en Tiempos Difíciles.

Ante el maximalismo argumental e ideológico imperante en la materia, es conveniente superar los aspectos mediáticos y demagógicos del debate y valorar los problemas reales a los que hay que dar respuesta.

Así, en cuanto al incremento de horas de trabajo como presunta panacea para resolver los problemas de competitividad y crecimiento, nuestro país (a pesar de los mitos) se encuentra entre los que tienen un promedio más alto de horas de trabajo reales por trabajador en la Unión Europea, sólo superado por tres países de la Europa del Este y por Grecia, Austria, Reino Unido y Suiza. Por el contrario, nuestra productividad por hora de trabajo estaba en 2006 un 7,5% por debajo de la media de la Europa de los 15. Llama la atención que los países con menor número de horas de trabajo semanal (Noruega y Luxemburgo) sean en cambio los que tengan mayor productividad por hora. Ya lo dice el refrán popular: más vale hora juiciosa que día perezoso.

Por otro lado, frente a quienes se han apresurado a anatemizar la propuesta de Directiva, debemos indicar que ni las 65 ni las 60 horas semanales son reglas que se pretendan generalizar, ni tampoco son susceptibles de una aplicación unilateral por parte de los empresarios, ya que se establecen múltiples cautelas, requisitos y garantías que dejan la decisión final en manos de los Estados, de los negociadores colectivos o de los propios trabajadores individualmente considerados.

Pero, en todo caso, la pervivencia de los derechos laborales y de los logros sociales no se garantiza por su mero reconocimiento formal ni por la vehemencia argumental de sus defensores, sino por su asunción compartida como valor esencial en la Comunidad y por su carácter sostenible en un entorno en el que la capacidad de las empresas y del propio sistema productivo para asumir continuas mejoras sociales y laborales no es ilimitada. Ya resulta sintomático que algunas de las medidas que se proclaman a bombo y platillo como signo de progreso para conciliar la vida laboral y familiar se estén convirtiendo en privilegios de algunos pocos (principalmente empleados en el sector público o en grandes corporaciones) y expectativa inalcanzable para otros muchos. El empecinamiento en negar esta evidencia nos puede llevar a que el eslogan menos trabajo, más empleo se convierta en el más perverso de menos trabajo aquí, más empleo en otro país.

No se trata de claudicar directamente ante las amenazas de dumping laboral y de deslocalizaciones productivas, ni tampoco de atrincherarnos en la defensa de los derechos adquiridos; una alternativa razonable es justamente la demanda a la que quiere atender la propuesta de directiva de una mayor flexibilidad laboral en materia de tiempo de trabajo para adaptarse o acomodarse a situaciones cambiantes.

En nuestro marco de relaciones laborales esta flexibilidad debiera venir articulada principalmente por la autonomía colectiva, máxime cuando son los propios agentes sociales los que de modo sistemático siguen rechazando -con los mismos argumentos de hace un siglo- la individualización de condiciones laborales por la vía de la autonomía individual o de la capacidad organizativa del empresario. Si, lejos de asumir ese papel de herramienta para la flexibilidad razonable (lo que exige, al menos, aceptar que algo ha de cambiar), la negociación colectiva decide ser barricada para perpetuar privilegios insostenibles, corre el riesgo de verse superada por la realidad y pasará de ser solución a considerarse parte del problema; en tal caso, las exigencias de un mercado globalizado buscarán, como las aguas de un río, su salida natural y desbordarán los cauces establecidos.

Consecuentemente, antes de linchar esta reforma del tiempo de trabajo en la plaza pública, debemos enfocar la cuestión, delimitar las necesidades reales y valorar alternativas con coherencia, responsabilidad y sin demagogias. Si no, como diría Neil Postman, "nos precipitaríamos hacia el futuro con la mirada fija en el espejo retrovisor".

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