ESTABA claro que los gobiernos europeos iban a blindar sus fronteras para frenar la inmigración irregular. El riesgo era que ocurriera lo que ya está ocurriendo: se han pasado de frenada. Los 27 miembros de la Unión Europea han acordado aumentar el periodo de retención previo a la expulsión hasta los seis meses, ampliables a dieciocho, además de atribuir a la autoridad administrativa, y no sólo a la judicial, la facultad de ordenar la detención de inmigrantes sin papeles.

Es un exceso, sin duda. Concederse año y medio en los casos en que el país de origen de los ilegales no coopere con el de llegada-expulsión o se empantanen los trámites burocráticos del proceso equivale, en la práctica, a mantener en los centros de internamiento -en una cárcel, para entendernos- a cientos de miles de personas cuyo único "delito" es haber huido de la miseria, arriesgando a veces la vida y poniéndose en manos de los traficantes de hombres. Quitarle al juez la potestad de decidir una detención, compartiéndola con la policía, equivale a abrir paso a la arbitrariedad. Nada de esto forma parte de la tradición acogedora de Europa.

Aun así, hay quien no se conforma con el frenazo y mete también la marcha atrás. Es el caso de Silvio Berlusconi, del que se hace difícil comprender por qué le apodan Il Cavaliere. Frente al consenso alcanzado en el sentido de que la UE necesita una política inmigratoria común para hacer frente a uno de los mayores desafíos de este siglo, Berlusconi va por libre y muestra la cara más hosca del continente con aquellos que lo asaltan pacíficamente en busca de un futuro mínimamente decente: la falta de papeles no será ya una infracción administrativa, sino un delito que puede ser castigado hasta con cuatro años de prisión, un agravante que aumentará en un tercio la pena de los que cometan otros delitos y un permiso para expulsar de Italia a cualquier condenado a más de dos años.

Ni los propios gobernantes italianos están muy seguros de sus decisiones. El ministro de Política Comunitaria de Berlusconi ha prometido en Madrid que las draconianas medidas no se aplicarán con efecto retroactivo, es decir, que no afectarán al millón de indocumentados que viven ya en Italia, lo que sugiere que intentan darle un carácter disuasorio (disuasión que, si eventualmente se produce, que sería raro, quizás se tradujese en que la avalancha de irregulares se desviase hacia países amigos y próximos, como España, en los que la inmigración clandestina sigue sin constituir delito). También se sabe que el gobierno de Roma quiere exceptuar de la nueva normativa a cientos de miles de extranjeras sin papeles empleadas en el servicio doméstico, incluyendo a la cuidadora de la ministra de Igualdad de Ooprtunidades. Igualdad, pero no para todos, según se ve.

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